Era un hombre lleno de gracia. Le costaba vivir en el actual escenario de la sociedad americana, tan polarizado en el norte y el sur, pero también en un mundillo evangélico cada vez más politizado.
El pasado 19 de mayo partía a su hogar eterno con Jesús el predicador de Nueva York Tim Keller (1950-2023). No se consideraba teólogo porque no creía que hubiera nada original en su pensamiento. Sus libros nacen de sus sermones, pero aquellos que le conocimos sabemos que no le gustaría ser recordado como un “héroe de la fe”. Él nunca se vio así. Era una persona realmente humilde. Me da pena pensar que no volveremos a verle o escucharle, ni leer ningún artículo o libro nuevo, que es lo único que podía hacer desde el 2017, a causa del cáncer.
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Yo le conocí en Inglaterra en los años 80, cuando todavía era profesor del Seminario de Westminster en Filadelfia (Estados Unidos). Enseñaba “teología práctica” con mi maestro en el Instituto de Londres para el Cristianismo Contemporáneo de John Stott, el también tristemente fallecido Ed Clowney (1917-2005), autor del famoso sermón que inspiró El Dios pródigo de Keller. Cuando me invitó a su iglesia en Nueva York, acababa de publicar el libro y salió esos días también Dioses que fallan. Volví a la Gran Manzana, pero ya no tuve relación con él hasta que escribí con él la edición europea de una Iglesia centrada: cómo ejercer un ministerio equilibrado y centrado en el evangelio en la ciudad.
Como Clowney, Keller era un hombre lleno de gracia. Nunca le escuché criticar a nadie. A diferencia de sus mezquinos atacantes, él pensaba lo mejor de sus oponentes. Le costaba vivir en el actual escenario de la sociedad americana, tan polarizado en el norte y el sur, pero también en un mundillo evangélico cada vez más politizado, donde tantos repetían la tontería de su “marxismo cultural”.
[photo_footer]El pasado 19 de mayo partía a su hogar eterno con Jesús el predicador de Nueva York Tim Keller (1950-2023).[/photo_footer]
A nivel intelectual, el cristianismo americano ha caído por los suelos últimamente. Todo se convierte en eslóganes y etiquetas vacías. Ya nadie lee un libro. Sólo se comparten bobadas como “memes” por internet y se siguen los vídeos cada vez más cortos de los predicadores de moda. Es un tiempo difícil para el pensamiento y el corazón también, porque se ha vuelto inmisericorde.
Para los que nos formamos con los libros de Francis Schaeffer (1912-1984), la predicación y obra de Keller era un respiro en medio de tantas personalidades evangélicas con las que uno no acaba de conectar. Su lenguaje era fresco. Tenía la claridad del Evangelio. Y volvían las referencias artísticas y culturales del L´Abri sin la moralina que las ha acompañado estos últimos años. Su mente era teológica, pero tenía la pasión del predicador. No sólo predicaba la gracia, sino que la practicaba. Era una persona muy generosa.
A lo largo de esta serie que ahora empiezo, espero ilustrar algunos aspectos poco conocidos de su biografía, así como el desarrollo intelectual que ha mostrado Collin Hansen en el libro que ha publicado este año, basado en sus entrevistas. Aunque muchos se apresuren a calificarle como teólogo reformado, su evolución no pudo ser más sorprendente.Bautizado como católico-romano por los orígenes italoamericanos de su madre, fue luego bautizado luterano en la tradición alemana del este de Pensilvania, donde fue confirmado en la fe. A causa del liberalismo del nuevo pastor que venía del seminario de Gettysburg, su familia se va a una iglesia congregacionalista en la tradición de santidad. Al acabar la escuela secundaria, encuentra fundamento para su fe en los Grupos Bíblicos Universitarios de InterVarsity, para entrar en la nueva denominación presbiteriana que se había formado con la separación evangélica de la Iglesia Presbiteriana histórica de Estados Unidos.
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Si esta es su evolución eclesial, más interesante aún es su desarrollo intelectual. Tim fue siempre alguien inquieto que, como los verdaderos teólogos, pensaba todo de nuevo cada vez que se enfrentaba a un tema a la luz de la Escritura. Sus reflexiones eran siempre sugerentes. A diferencia de otros predicadores, no se repetía hasta la saciedad, sino que dejaba que el Evangelio diera nueva luz a la cuestión que fuera. Como Stott, practicaba “la doble escucha”. Partía de lo que leía, veía y escuchaba en el mundo, para ir a la Palabra de Dios. Lo que me sorprendía cuando empecé a escucharle más a menudo en Nueva York es que nunca partía de una referencia cultural o intelectual, sino siempre de una experiencia o emoción general de cualquier persona. Era el diagnóstico de la condición humana del Doctor Lloyd-Jones, que encontraba su remedio en el Evangelio.
[photo_footer]Keller era el mismo al subir al púlpito que fuera de él.[/photo_footer]
Cualquiera que conozca Estados Unidos sabe la enorme diferencia que hay entre la forma de pensar y vivir en las grandes ciudades con “la América profunda”. Son dos mundos diferentes. El movimiento evangélico domina “el cinturón bíblico”, pero se extiende ya por todo el país. El ámbito urbano es, sin embargo, el reducto de lo que los americanos llaman “liberal”, una terminología que en Europa significa todo lo contrario. Si Keller se hubiera quedado en los años 80 en el seminario, sería un profesor más. Su influencia viene de su asombrosa iniciativa de intentar “plantar” una iglesia en la Gran Manzana en plena Hoguera de las vanidades, como la describió Tom Wolfe en su novela de 1987. Era el auge de Wall Street y el mundo yuppie con la llegada del “psicópata americano” de Brett Easton Ellis en 1990.
Mostró el valor de la comunidad en un medio tan individualista como el neoyorquino, pero basada en el Evangelio. La distinción entre gracia y religión que aprende Keller de Richard Lovelace en el Seminario de Gordon-Conwell, en 1972, es central en toda su predicación, como lo era para Lloyd-Jones. La apologética en la que se le ha querido inscribir tiene una perspectiva totalmente diferente al “evidencialismo” a que estamos acostumbrados en el mundo evangélico. Es agustiniana, puesto que parte de la premisa del maestro cristiano del norte de África de que “somos lo que amamos”.
[photo_footer]Keller se traslada a Nueva York para fundar una iglesia a finales de los 80.[/photo_footer]
La historia de la iglesia del Redentor en Manhattan es, como veremos, el resultado de aunar las cinco fases de su vida y pensamiento, que traza Keller en sus recientes entrevistas online con Collin Hansen. Unido a su esposa Kathy, aprendió la cultura de la ciudad y delegó la organización de la iglesia en fuertes administradores, que le permitieron centrarse en la tarea pastoral y la preparación de sus sermones. Aunque no le gustaba hablar de ello, los últimos años se refería más abiertamente a la muerte por sida de su hermano, que está en el trasfondo de su primer libro, El Dios pródigo. Todo ello le enfrentó a una realidad por la que cuando le oías y leías, te encontrabas con un evangélico que por fin entendía algo del mundo.
Si la mejor predicación es, como decía Philip Brooks, la comunicación de “la verdad a través de la personalidad”, Keller no podía ser más auténtico. Era el mismo al subir al púlpito que fuera de él. Carecía de la dramaturgia y artificios de la mayoría de los predicadores. La sinceridad que transmitía Tim era precisamente por su renuncia a los clichés y tics que suelen acompañar al púlpito. Se dirigía tanto al escéptico como al creyente. Predicaba a Cristo de cualquier texto, como le enseñó Clowney.
Su pasión por la verdad era transmitida con la inteligencia de C. S. Lewis, la gran influencia sobre su esposa Kathy, que le escribió de niña –como se puede leer en el libro de la correspondencia del profesor de Oxford con sus lectores infantiles–. Su celo venía de su confianza en la obra del Espíritu Santo y la expectativa de un Avivamiento, inspirado por Jonathan Edwards. La actitud de apertura al diálogo con el no creyente muestra la influencia de L´Abri. Su iglesia rompió con la división entre reuniones de enseñanza para cristianos y de predicación para el no creyente. El modelo eran los cultos de los domingos por la tarde de la capilla de Westminster con Lloyd-Jones, a los que asistían muchos más que por la mañana –incluidos predicadores como Dick Lucas, el otro gran expositor bíblico con Stott que había en Londres entonces–.
[photo_footer]Su iglesia mostró el valor de la comunidad en un medio tan individualista como el neoyorquino, pero basada en el Evangelio.[/photo_footer]
Su reciente libro, horriblemente traducido como Una fe lógica –en general, la versión española de sus libros es mejor que la americana, ya que la mayoría tienen dos traducciones–, mostraba una interesante evolución frente a su anterior La razón de Dios. Keller consideraba que el 11-S había traído un “nuevo ateísmo”, puesto que los ataques eran de “religiosos conservadores”, pero en su reciente lectura de sociólogos como Taylor, McIntyre, Rieff o Bellah, lo que le interesa no es defender la religión, sino cuestionar los principios del secularismo desde un punto de vista que ya no es evidencialista al estilo de Princeton. Redescubre La ciudad de Dios de Agustín y en Oxford hace ya exposiciones sobre el Evangelio según Juan, tras las conferencias de Os Guinness. Trató temas como el sentido de la vida –no la lógica, como traducen el título en español–, la identidad, la justicia o la felicidad, pero en diálogo directo con no cristianos. Keller disfrutó mucho ese tiempo en Inglaterra.
Sé que hasta en su muerte muchos volverán con las mismas historias sobre si era un evolucionista teísta, ecuménico o católico en su espiritualidad, que no era un verdadero presbiteriano, los males del nuevo calvinismo, el jazz en sus cultos o la manía americana de llamar “marxismo cultural” a todo lo que no sea libertario. No sé cómo se puede llamar “liberal” a alguien como él, pero así se ha vuelto de absurdo el mundo evangélico. Sé que, frente a lo ruin de sus críticas, él sólo tendría palabras de comprensión.
[photo_footer]Keller carecía de la dramaturgia y artificios de la mayoría de los predicadores.[/photo_footer]
No ignoro que muchos hacen fácilmente un ídolo de alguien como él. No me gusta el tono de su biógrafo, que no me parece muy inteligente y presume absurdamente de ser su confidente, pero sus entrevistas son útiles para poner en orden los datos de su biografía y los momentos que han marcado la evolución de su pensamiento. La verdad es que echaré mucho de menos sus libros y sermones. Han cambiado mi vida, como la de muchos otros. Los que le conocimos, podemos decir, además, que era una persona entrañable. El Señor sabe por qué se lo ha llevado ya.
Lo que yo he aprendido de él, sobre todas las cosas, es la centralidad del Evangelio, su pasión por predicar a Cristo y su compasión por un mundo perdido. Quiera Dios que aprendamos de su ejemplo y llevemos la Buena Noticia a tantas personas escépticas y sin esperanza… ¡Que Dios levante más iglesias en las grandes ciudades como la suya en Nueva York! ¡Y que disfrute de su presencia!
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