La razón no se contrapone a la fe. Pero la razón tiene límites. La razón, por sus propias fuerzas, solamente llega hasta la naturaleza divina; y allí se detiene.
El debate sobre razón y fe, que domina el mundo imaginario de la humanidad civilizada, no es de hoy. Si hacemos caso a la Biblia, nada hay nuevo bajo el sol. Ni bajo la luz de la luna. Desde que está sobre la tierra, el ser humano se pregunta por su destino y busca las razones y el fundamento de su propio ser. Esto es la razón, la expresión de ese continuo interrogante.
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La fe es un don de Dios y al propio tiempo un obsequio libre de la razón para penetrar el mundo de lo sobrenatural.
La fe no es contraria a la razón. ¿Por qué habría de serlo? Es un sentimiento religioso que brota del interior de un corazón que ha recibido la gracia de Dios. Es una experiencia espiritual razonada.
Pero si la fe es un don de Dios, la razón también ha sido conferida por Dios al alma para que pueda contemplar el mundo e instalarse convenientemente en él. La razón, por tanto, es sumamente útil y necesaria para las actividades diarias. Pero menos útil, o inútil, cuando pretende explicar por sí sola el mundo del espíritu. Porque las cosas que son del Espíritu de Dios no pueden ser explicadas por la razón, les son locuras, no las puede entender, se han de discernir espiritualmente (San Pablo en 1ª Corintios 2:14).
Conocida es la famosa pregunta de Tertuliano dos siglos después de Cristo: “¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?”. En el pensamiento de Tertuliano, Atenas, con sus grandes filósofos, representaba la razón. Jerusalén, cuna del cristianismo, la fe.
Sin embargo, no se puede hablar de guerra entre razón y fe. Federico Siacca examina el tema en su libro Existencia de Dios y ateísmo. Para Siacca, la razón no penetra la esencia de Dios, en tanto que la fe en sí misma tampoco fundamenta su existencia, si bien el creyente no se plantea esta necesidad.
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La fe no es un obstáculo para la razón, es una ayuda y, en cierto sentido, le confiere fuerza, en cuanto hace que la razón confirme la existencia de Dios, a la que se ha llegado por la vía de la fe. La fe hace valer sus derechos no contra, sino con la razón. Por tanto, contraponer la fe a la razón es edificar una antítesis convencional e inexistente.
La razón vale más que la fe, se dice. Si, cuando la fe, en vez de contribuir al desarrollo intelectual y moral de la razón, lo entorpece y encadena. Tal es la fe que practica e impone un determinado tipo de cristianismo. Obliga a creer dogmas que han de ser aceptados ciegamente, incondicionalmente, porque se considera depositario y órgano de la verdad absoluta.
No es esta la fe auténticamente cristiana. La que nos llega a través de los escritos del Nuevo Testamento descubre una nueva razón para glorificar a Dios y exaltar al hombre.
La razón no se contrapone a la fe. Pero la razón tiene límites. La razón, por sus propias fuerzas, solamente llega hasta la naturaleza divina; y allí se detiene. Solo en un salto hacia la fe puede alcanzar la comprensión del misterio de Dios, encerrado desde tiempos eternos y dado a conocer en Cristo (San Pablo en Efesios 3:1-5). Pascal expuso este argumento con claridad meridiana: “La última etapa de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas que la sobrepasan. Muy débil es, si no llega a comprender esto. Y si las cosas naturales la exceden, ¿qué decir de las sobrenaturales?”
Está demostrado que la razón es imperfecta. Para comprobarlo no hay más que abrir la puerta de la casa y salir a la calle. En esta situación, lo que la razón percibe no es más que lo que de Dios se puede conocer a través de las cosas visibles (San Pablo en Romanos 1:19-20). Pero lo que Dios es en sí mismo sigue siendo para la razón unas tinieblas impenetrables.
Invocar la razón para llegar a la altura del omnipotente es apoyarse en una caña tronchada. La fe es más segura. La fe es el acto mediante el cual afirmamos la realidad de los acontecimientos divinos, una seguridad que subyace en el fondo del alma (Hebreos 11:1-3), apoyada por el testimonio de Jesucristo.
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