La soberbia y el orgullo buscan la unidad, la concentración y la centralización como mecanismos decisivos para construir una sociedad sin Dios.
Pocas historias de la Biblia son tan conocidas como aquella de la Torre de Babel. Pero no solamente es una historia. Es el relato de un caso judicial que podría titularse Babel contra Dios o El expediente de la torre.
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Desde la rebelión de Adán y Eva y su expulsión del paraíso, la desobediencia institucional ha formado parte de la humanidad. Su símbolo visible en la sociedad postdiluviana era la famosa Torre de Babel.1 En contra de muchas de las representaciones artísticas, no se trataba de una torre convencional, sino de un zigurat, una especie de pirámide escalonada de base cuadrada que culminaba en un santuario en la parte más alta.
Es muy importante entender la actitud que hubo detrás de su construcción para darse uno cuenta de la filosofía que influencia las creencias políticas, religiosas y pseudocientíficas en el día de hoy.
A continuación, solo quiero mencionar los cinco elementos más importantes:
1. Construir una ciudad
La idea fundamental de una ciudad tenía que ver originalmente con una comunidad definida por sus creencias religiosas. Una ciudad no solamente consistía en un grupo de casas, sino que además estaba unida por su fe y, por ende, por sus valores comunes. Originalmente cada ciudad tenía su dios y cada habitante debía obediencia a este dios. En Oriente Medio, desde el Nilo hasta el Golfo Pérsico, todos los pueblos en el tercer o segundo milenio antes de Cristo tenían una fe que les daba su identidad, pero además cada ciudad tenía una relación especial con sus respectivos dioses. No existía una ciudadanía separada de la adoración de estos dioses. Todo el mundo tenía que apuntarse obligatoriamente al culto local. Tiene su lógica que los grandes imperios como Asiria, Babilonia y luego también Grecia y Roma giraran alrededor de este concepto de unidad. En el caso de la Torre de Babel se trataba del primer intento para imponer unidad e igualdad a toda la humanidad. No debía haber ningún tipo de división entre los hombres, ninguna separación o discriminación. Solo debía existir una unidad absoluta. La religión y ética de Babel se basaban en el hombre, su comunidad y sus dioses.
Mientras una ciudad bajo Dios se define por su relación con el Dios Creador que bendice a los hombres con su Ley, una ciudad rebelde se define en términos de “libertad, igualdad y fraternidad”. Sin embargo, la libertad sin Dios lleva a la esclavitud, la igualdad sin Dios, a la uniformidad, y la fraternidad sin Dios, a la dictadura de la filosofía de aquellos que tienen el poder. El eslogan “edifiquémonos una ciudad” equivale a una sociedad unificada, un pseudo paraíso apartado de Dios.
2. Llegar al cielo
La torre que sería el centro de la ciudad debía llegar hasta el cielo. Obviamente, los constructores no eran tan ingenuos como para creer que con una construcción de 80 metros de altura tocaría el cielo. La idea es distinta. Como he mencionado antes, la cosmovisión de la ciudad se definiría por su fe común. Y esa fe no se dirigía hacia Dios, sino hacia unos dioses al servicio de los representantes de la casta dirigente.
Un zigurat era una pirámide escalonada que se parecía desde cualquier ángulo de vista a una escalera gigante hacia el cielo. Teológicamente representaba la redención por obras, el intento humano de conectar con los dioses. De allí viene el significado de Babilonia, “puerta de los dioses”.2
Con esta idea, la ciudad -y por ende su imperio- se convierte en divina y administra el bienestar y la felicidad de sus súbditos.
3. Hacerse un nombre
Es una idea que muchas veces se malentiende. No solamente se trata de saltar a la fama y convertirse en un monumento o un punto de referencia para la humanidad. La idea que hay detrás tiene que ver con el entendimiento hebreo del concepto de ‘nombre’, que representa mucho más que simplemente ‘llamarse’ de alguna manera. “Nombre” suele expresar en hebreo algún rasgo del carácter de una persona o de una cosa. Dar nombre a algo es señal de autoridad. Adán recibió esa autoridad delegada de parte del Creador cuando puso nombre a los animales. En muchos casos en el Antiguo Testamento es Dios mismo quien da el nombre a una persona. Pero jamás una persona cambia su nombre o se impone su propio nombre. Sería considerado un acto de rebeldía. Y es exactamente lo que tenemos en este caso.
“Hagámonos un nombre” es lo que en griego se expresa con el concepto de autonomía (autós = propio; nómos = ley): darse uno mismo sus propias leyes sin preguntarse lo que Dios, el Creador, quiere. Y esto caracteriza bien a una ciudad sin Dios: convertirse en su propio salvador y en un estado mesiánico que se rige por sus propias leyes. La versión moderna es el estado del bienestar, que se ocupa de todo y actúa a través de los sacerdotes del laicismo que convierten dogmas pseudo religiosos y pseudo científicos en su credo.
4. Concentración de poder
El texto bíblico también habla de la razón para hacerse un nombre: “…por si fuéremos esparcidos sobre la faz de la tierra”.
Lo que los constructores de la torre temían era precisamente lo que luego Dios les impuso: la división en lenguas, etnias y lugares geográficos. La soberbia y el orgullo buscan la unidad, la concentración y la centralización como mecanismos decisivos para construir una sociedad sin Dios. Esto no ha cambiado a través de la historia y ha formado parte de la caja de herramientas de cada imperio desde entonces, independientemente de su nombre e ideología.
No es por nada que las dictaduras e ideologías totalitarias prefieren tener a la gente concentrada en ciudades y, a ser posible, en grandes edificios. Así son más fáciles de gobernar y controlar. Ejemplos de este procedimiento pueden ser la política de viviendas de dictadores como Stalin en la URSS o de Ceausescu en los años 80 del siglo pasado en Rumanía. No sorprende que a más de un ideólogo eco socialista ya le haya venido la misma idea a la cabeza en nuestros días, por supuesto en nombre de la noble causa de “salvar el clima”.3
5. El freno de Dios
Lo que termina ocurriendo es el veredicto final de Dios sobre todo este asunto, que sentaría un precedente para los siglos y milenios venideros. Dios dicta sentencia. Como juez sabio se presenta en el lugar de los hechos: “Descendió Jehová para ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de los hombres”. En primer lugar, es imposible no darse uno cuenta de la ironía divina que se expresa en esta historia. Los hombres quieren llegar al cielo, pero Dios tiene que bajar de allí para ver bien lo que están construyendo.
Una vez concluida la inspección judicial del lugar, Dios desciende de nuevo y lleva a cabo el juicio contra la megalomanía humana y sus intentos de construir un imperio sin Dios e impone precisamente lo que más temían: ser esparcidos.
Es curioso que sea precisamente la descentralización del poder y de la administración la que ha servido como instrumento de la gracia común de Dios para evitar males mayores. Por un lado, ha sido el castigo sobre el atrevido intento de establecer un imperio unificado bajo la autonomía humana. Por otro lado, ha sido una herramienta eficaz para evitar una dictadura orwelliana hasta este momento.
No es casualidad que la forma de gobierno del pueblo de Israel según el plan divino fuera la de una república teocrática descentralizada, es decir: Dios gobernando a través de su Ley. Las doce tribus tenían un alto grado de autonomía en sus propios asuntos y solamente estaban unidos por una fe en el Dios de Israel.
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Desde entonces no han faltado intentos de establecer una hegemonía mundial o regional. De momento observamos en este campo dos movimientos: por un lado hay intentos a nivel global de imponer creencias altamente ideologizadas por organismos como Naciones Unidas o el Banco mundial, o de plataformas internacionales como el Foro Económico Mundial y otros. Por otro lado vemos aquí en Europa la tendencia de imponer la creación de una entidad política y militar con poderes estatales en el marco de la Unión Europea.
Todo esto ocurre, por supuesto, en nombre del bienestar de todos y del progreso de la humanidad. En realidad no es otra cosa que la enésima versión del mismo proyecto de siempre: hacerse un nombre, lo cual implica el rechazo de Dios. O en las palabras de los obreros malvados de la viña en la parábola de Jesucristo: “No queremos que éste reine sobre nosotros”.
Y queda claro cómo terminarán estos proyectos. Dios -de momento- aún no ha bajado del cielo para dictar sentencia. De momento el que mora en los cielos se ríe y se burla de estos intentos (Salmo 2). Y a veces, sin duda, se debe de reír a carcajadas.
Notas
2 https://es.wikipedia.org/wiki/Babilonia_(ciudad). Es curioso que el término hebreo babel significa ‘confusión’.
3 https://magnet.xataka.com/preguntas-no-tan-frecuentes/su-batalla-ciudad-verde-hamburgo-acaba-prohibir-construccion-chalets
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