La bendición no consiste en que no tengamos dificultades de ningún tipo, sino en que aún en medio de ellas, Dios nos bendice para que en nuestra ignorancia podamos orientarnos con su luz.
Hoy día en ciertos sectores y contextos está de moda eso de “decretar” o “declarar” todo tipo de bendiciones sobre los demás, como si el que hace ese tipo de declaraciones tuviera poder por sí mismo o como si el que hace esas declaraciones pudiera “manejar” a Dios a su antojo. Claro que ellos dicen que lo hacen “en el nombre de Cristo”:
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“Yo decreto sobre ti bendición para que no te toque ninguna enfermedad; ni a ti, ni a tu familia, ni padezcas ninguna crisis económica… ¡En el nombre de Cristo!”
Así, estas personas se sienten estupendos porque, claro, el desear lo bueno a los demás está bien y cuando se hace con esa claridad, esa fuerza, esa seguridad y esa “autoridad” es como si ya hubiera ocurrido todo. A continuación el que lo oye lo único que tiene que hacer es creer lo que se le ha dicho. De otra forma “se perderá la bendición”; y la responsabilidad de esa pérdida no será del que pronuncia “decretos” y profiere “declaraciones” sino del que no ha creído en aquellas palabras.
Hace muchos años oímos decir a un “líder” (no le voy a llamar “pastor”) que hablaba en esos términos: “Yo no permito que la enfermedad entre en mi casa; ¡ni un resfriado!” La estupidez e insensatez de tal declaración saltaba a la vista, pues además ¡es que no daba ni una!
Pero ninguno estamos exentos de cometer algún disparate, dependiendo de la madurez (mejor decir, falta de ella) o de la falta de correcta enseñanza bíblica. Hace poco más de 40 años, un servidor atendió a un niño de unos 7 años que estaba desahuciado por los médicos, con un tumor cerebral. Cuando le vi me puse en ayuno y oración por la sanidad de aquel niño. Pronto yo creía que el Señor “me hablaba” respecto de la sanidad de aquel niño. Hasta el punto que tuve la seguridad, incluso de la fecha de su sanidad, la cual anuncié a los demás hermanos. Sin embargo cuando llegó la fecha señalada no ocurrió lo que yo había dicho. Poco después el niño falleció. ¿Los resultados? No le deseo a nadie la amarga experiencia por la cual yo pasé. Más que por mí mismo, por el testimonio que queda después de algo así. Pero de aquello aprendí una gran lección que nunca olvidaré.
Así que, desde entonces, siempre oramos por los enfermos. ¡Claro que sí! Como siempre lo hemos hecho. Oramos e intercedemos por ellos, pero dejamos que el Señor obre conforme lo considere oportuno. Oramos con la poca o mucha fe que tenemos y encomendamos ese serio asunto al Señor y dejamos que la prudencia, la sensatez y el discernimiento espiritual nos guíen. Aunque a esto que digo muchos le llaman “incredulidad”. Sin duda, ellos tendrían más fe que los padres de un niñito que tiene una enfermedad grave. Sin duda ellos tendrían más amor que sus mismos padres y, por supuesto desean más que los padres que el niño o la niña permanezca con ellos.
Así que, los problemas del tipo que sean no se solucionan a base de “decretos” y “confesiones”. En realidad podríamos decir que en este tema entramos en el terreno de “lo profético” y precisamente por eso, un tanto delicado. Si pudiéramos estudiar cada caso veríamos que la gran mayoría de esas declaraciones son “formas” que se han adquirido de otros y que obedecen a ciertos factores. Por una parte, podría obedecer al deseo de tener una autoridad que no se tiene y con la cual se presume una super-fe y espiritualidad más espuria que verdadera. Por otra parte, además de una deficiente teología, también obedece al deseo sincero de bendecir a otros. No hay que dudar de esa sinceridad. Pero ya sabemos que lo que se hace o se cree de forma “sincera” no garantiza (¡para nada!) que lo que se cree y lo que se dice sea verdad. No importa que se ponga por delante el deseo de “bendecir a otros”. ¡Claro que todos deseamos “ser felices” y no deseamos sufrir! De ahí que muchos oportunistas (más de la cuenta) se aprovechen y saquen “tajada” de esa debilidad humana. Sobre todo, “tajada” de carácter económico. Al final, ellos son los que ganan, de momento. Pero el Señor siempre tiene la última palabra.
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Por tanto, este es un tema que debería analizarse como todos los demás relacionados con nuestra vida cristiana, a la luz de las Escrituras. Y que sepamos, el cristiano no está exento de pasar por dificultades de distinta naturaleza. La bendición no consiste en que no tengamos dificultades de ningún tipo, sino en que aún en medio de ellas, Dios nos bendice para que en nuestra ignorancia podamos orientarnos con su luz; en nuestras dudas seamos fortalecidos con su Palabra, en forma de promesas; y en nuestra debilidad podamos ser sostenidos por medio de su poder, en amor, fe (fidelidad y obediencia incluidas) y la esperanza a la cual hemos sido llamados.
La vida cristiana no se vive, ni se sostiene, ni se edifica, ni se permanece en ella a base de “decretos” y “declaraciones” nuestras, ni de otros. Dios es el único que ya ha decretado todo. ¡Bendito sea su nombre! Ese es nuestro verdadero descanso; y entre otras cosas nos enseña a través de las Escrituras que la vida cristiana no es nada fácil; a veces, dependiendo de la época, del contexto y otras circunstancias, es ¡muy difícil! Lo que sí es cierto es que las dificultades y las pruebas, incluida la enfermedad, nunca nos faltarán. Fue precisamente el Apóstol Pablo, que sabía bien lo que significaba orar por los enfermos y ver sanidades (Hch.14.8-10; 19.11-12) que escribió:
“Pues en verdad (Epafrodito) estuvo enfermo a punto de morir; pero Dios tuvo misericordia de él…” (Flp.2.26-27)
“Erasto se quedó en Corinto y a Trófimo dejé en Mileto enfermo” (2ªTi.4.21)
Ninguno de estos casos nos habla de “bendiciones” tales que nos eximan de algún tipo de enfermedad. Por tanto, mejor que “decretar” o “declarar” nosotros, acompañemos al que sufre con nuestra presencia, haciendo oración de petición, ruego, súplicas e intercesión, independientemente de los resultados que Dios depare.
Para finalizar esta reflexión quisiera aclarar que una cosa es equivocarse por creer que Dios nos habla en un caso en particular, con resultados negativos, y otra bien distinta es adoptar ese lenguaje del “decreto” y que, a pesar de que luego no sucede nada que corresponda con lo “decretado”, el que lo dijo se queda tan tranquilo, derivando su responsabilidad hacia el enfermo, que no tuvo fe o a cualquier otra causa. Al respecto, hace tiempo escuché a un pastor decir que el solía echar a la enfermedad fuera “en el nombre del Señor Jesús”. Y cuando le pregunté qué pasaba si eso no ocurría, me dijo: “ese no es problema mío, sino del Señor”. Esta es otra forma de someter al Señor a “mi voluntad” en vez de someter la nuestra a él. Un disparate teológico que no dará gloria al Señor. El asunto es serio.
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