Respondiendo a algún crítico dijo que ella escribía “porque sí, porque le sale y, a fin de cuentas, porque Dios lo quiere”.
Champourcin fue la única mujer que perteneció a la generación literaria de 1927, donde también estuvieron Juan Ramón Jiménez y Federico García Lorca. Fue una de las nuevas poetisas agrupadas en torno a Ortega y Gasset y las editoriales Revista de Occidente y Ulises. Nació en Vitoria, país vasco, el año 1905.
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Pertenecía a una familia de clase alta, recibiendo una buena educación. Sabía varios idiomas, que le permitieron hacer brillantes trabajos de traducción. Dicen sus biógrafos que su primera poesía la escribió en francés cuando sólo tenía 15 años. En 1936 contrajo matrimonio con el poeta madrileño Juan José Domenchina, solo siete años mayor que ella.
En 1939, al terminar la guerra incivil el matrimonio se instaló en México. Allí falleció Juan José veinte años después. En México Champourcin trabajó en el Fondo de Cultura Económica. Años antes había participado en Madrid en la creación del Liceo Femenino junto con otros intelectuales, mayormente femeninos. Regresó a España en 1972, prosiguiendo con su obra poética.
En 1986 recibió el premio Euskadi de literatura en castellano. Gerardo Diego la incluyó en su libro Poesía española contemporánea. El último libro lírico lo publicó en España en 1952 con el título Presencia a oscuras. Respondiendo a algún crítico dijo que ella escribía “porque sí, porque le sale y, a fin de cuentas, porque Dios lo quiere”.
Enriqueta Soriano, de la Universidad Católica de París, dice que “la nota más constante de la poesía de la autora vasca la constituye el tono coloquial con Dios”. De esto da fe el poema que sigue.
Ernestina Champourcin murió el 7 de marzo de 1999 en Madrid.
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No he venido a consolarte, ni enjugar tus heridas con mis lágrimas,
ni a ofrecerte mi pecho como refugio de tu cansancio...
¿Quién soy yo para darte lo que no poseo, para ofrecerte
un amor que no ha logrado encenderme todavía·?
Es tu hora, lo sé. Tu hora y la de todos aquellos que han
sufrido como Tú sufriste, y que sólo por eso
pretenden acercarse a Ti. ·
Yo he llorado también, Dios mío, y mi soledad es ancha
y profunda, tan ancha que mis ojos no saben
dónde está la otra orilla,
la ribera donde huye el desamparo, donde hay sombras
amigas y un agua fresca, pura,
que con un sorbo apagaría esta sed que me abrasa.
Pero no vengo tampoco a pedirte que me sacies y apacigües.
Es justo que muera de sed, es justo que una inquietud
más honda que la noche
torture mi alma y la atenace interminablemente.
Es justo...
No me sorprende la angustia que oprime todos los momentos
de mi vida,
ni la niebla implacable que entorpece cada uno dé mis pasos,
ni ese grumo de acíbar que paraliza mi lengua y le
impide gritar el horror que me invade.
Es justo. Lo sabemos Tú y yo sin decirlo...
No vengo a suplicarte que levantes el peso que lastima
mis hombros,
que hagas florecer bajo mis pies las rocas,
que me allanes la senda aceptando de nuevo la carga
que me abruma.
Vengo a estar a tus pies, a mirarte despacio, a ser bajo tus ojos...
Y me postro a la entrada del camino que lleva hada Ti ...
Y espero silenciosamente, obstinadamente, sujetando
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Tú nada se atreva a existir, a alentar, a afirmarse.
Y por eso, Dios mío, quiero negarme con todas mis
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porque sería sentirme y hablarme, cuando todo lo mío
debe tender a humillarse, a romperse,
a quebrantar sin miedo en mi alma y en mi espíritu lo
propio, lo personal, lo que me aleja de Ti.
Y si tengo paciencia, obrarás el milagro. Si consigo no
resistir, no oponerme, no luchar, obtendré la victoria.
Vencerás Tú, Señor y Dios mío; permanecerás Tú;
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pasará de esta nada que soy a esa eternidad que eres Tú.
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