En Europa ya no se puede mencionar el nombre de Dios porque no encaja en la cosmovisión agnóstica europea y de sus “valores”.
Parece que Dios está muerto, o por lo menos no da señales de vida. La sociedad europea le ha expulsado de la vida pública y una buena parte de la Iglesia le ha relegado a lo estrictamente espiritual. Los jueces y funcionarios de la UE vigilan que no se hable de Él y de sus mandamientos en la vida pública. Porque el Dios de la Biblia no encaja en su ideología que se llama oficialmente “los valores europeos”.
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Menos mal que Dios no se sujeta a las directrices de Bruselas, Madrid o Berlín. El Altísimo no ha dejado de actuar en la historia, en el mundo y entre los que le adoran.
Que Dios no exige responsabilidades aquí y ahora es una premisa popular que afirman tácitamente escépticos en asuntos divinos y más de un teólogo. Sin embargo, la Biblia no sabe nada de este tipo de Dios bonachón, pasota e indiferente; ni siquiera si partimos del Nuevo Testamento.
El Apóstol Pedro afirma que el juicio comienza por la casa de Dios (1 Pedro 4:17) y esto implica que luego siguen los demás. El contexto de la epístola indica que Pedro no habla de un futuro distante. El juicio tampoco quedaba lejos para los destinatarios de las siete cartas del Apocalipsis. El Señor anuncia juicios inminentes para los apóstatas y a los que persiguen a estas iglesias. No son los únicos ejemplos. Podríamos hablar de Herodes el Grande, Herodes Antipas, Arquelao, Ananías y Safira y de unos cuantos más. Es evidente: Dios exige responsabilidades, y en muchos casos, aquí y ahora.
La vara de medir en todos esos casos es la Ley de Dios, que por cierto también es la base de la ética cristiana. Esto no ha cambiado en el Nuevo Testamento. En resumidas cuentas: Dios destruye a los que destruyen la tierra (Apocalipsis 11:8). Dicho de otra manera: aquellos que se oponen a Dios finalmente van a tener que encontrarse con el Dios que niegan o desprecian.
Para entender cómo Dios actúa en este mundo también es muy esclarecedor echar un vistazo al Antiguo Testamento. Vemos como Dios trataba a los pueblos de este mundo que se habían opuesto a sus planes o que no habían sido obedientes a sus normas.
Un excelente ejemplo es el libro de Amós. Siendo un simple campesino de la tribu de Judá, Dios le mandó a profetizar al Norte, a Israel. Pero no solamente alzó su voz en contra de Israel y sus líderes. Sus palabras se dirigieron también en contra de los pueblos vecinos - paganos, para que nos entendamos.
Los tiempos de Amós eran tiempos de bienestar y grandeza para Israel. Todo parecía bien hasta que llegó la voz disonante del Sur, el aguafiestas de Tecoa.
Profetas como Amós nos enseñan algo que salta a la vista: lo que el hombre siembra es lo que va a recoger. Desobedecer al Señor tiene un precio.
Y esto era el problema en Israel. Sí, la gente vivía bien, en su mayoría. Pero vivieron en desobediencia a Dios. La casta dirigente, tanto sacerdotes como políticos, no se preocupaban por la justicia divina. Al mismo tiempo reinaba una sensación de seguridad e impunidad. Todo peligro parecía lejos. Más todavía: Israel finalmente era una voz importante en el concierto de las naciones.
Precisamente, este falso sentido de seguridad es el mayor peligro para una nación y para una iglesia. Todo parece bajo control y manejable. El conejo se siente seguro hasta que le alcanza el águila.
Los que conocen la Escritura saben más. Saben que las falsas seguridades siempre engañan. Este principio se podría aprender no solo de las Escrituras, sino también de la historia y del sentido común. Y el hombre del campo, el boyero Amós, nos da una lección magistral de la historia - vista desde la perspectiva divina - en todo su libro. Como ejemplo, aquí me limito al capítulo 6.
Calne y Hamat (Amós 6:2) fueron conquistadas en el año 738 a.C por los asirios. Damasco le siguió el turno en 732 a.C. Eran ciudades paganas, cercanas a Israel. Según Amos, se trataba de un juicio divino. No ocurrió de repente sino que, juntamente con la destrucción de Samaria en 722 a.C., se llevó a cabo durante casi dos décadas. Israel podría haberlo visto y entendido. Los paganos también. Pero en vez de arrepentimiento intentaron arreglar las cosas con maniobras políticas.
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No puedo evitar ver los paralelismos con nuestros tiempos. La historia no se repite, pero rima. La misma actitud de seguridad e impunidad se ha impuesto en nuestra sociedad europea. De forma arrogante nuestros políticos niegan su responsabilidad ante sus pueblos y por supuesto ante Dios.
Y ¿qué vamos a decir de aquellas iglesias que llevan el nombre de Cristo pero niegan prácticamente todas las doctrinas fundamentales de la fe cristiana? El protestantismo “mainstream” - sobre todo en el centro y el norte de Europa - se caracteriza hoy por la idea que Dios siempre sonríe, que no interviene en la historia y que las decisiones de la voluntad de Dios se toman por mayoría absoluta en los sínodos y asambleas y según las modas de la época.
La clase reinante en Israel vivió en una burbuja de lujo, religiosidad y falsas seguridades. En sus mesas tenían las mejores comidas, se dedicaban a las artes y a fomentar sus gustos refinados. Creían controlarlo todo.
Pero Dios y su voluntad les importaban un bledo. Su idea de Dios era tan artificial como sus santuarios. Creían que sus actos no tendrían consecuencias. Y sin embargo, Amós les anunciaba que estaban a punto de encontrarse con su Dios. El juicio sería inevitable porque Dios así lo había jurado.
Amós anunció la ruina venidera: muerte, devastación, desgracias. El juicio se derramaba sobre una sociedad que se creía impune. Y un detalle llama la atención: en el juicio llevado a cabo por Asiria se quemó tanto la mansión como la choza. Porque los pobres no se salvarían por ser pobres y marginados. El juicio de Dios viene sobre el rico malvado y el pobre malvado por iguales.
“No podemos mencionar el nombre del Señor (Am. 6:10)”, exclamaban en su desesperación. A estas alturas era ya inútil invocar el nombre de Dios porque Dios no iba a escuchar.
Cómo se parece la sociedad de Israel a la nuestra. Ahora no se puede mencionar el nombre de Dios porque no encaja en la cosmovisión agnóstica europea y de sus “valores”. Y llegará el momento cuando no tiene sentido invocar el nombre de Dios porque el juicio es inevitable.
Efectivamente, no podemos mencionar el nombre del Señor en la educación pública. Dios no tiene cabida en nuestras universidades y escuelas.
No podemos mencionar el nombre del Señor en los juzgados. Hay que quitar cualquier símbolo cristiano y no se puede decir nada que ofenda a los discípulos del secularismo o de Mahoma. Y en cuánto a nuestra fe, casi todo les ofende.
No podemos mencionar el nombre del Señor en los campamentos de las iglesias evangélicas, la distribución de alimentos y sus proyectos sociales si son subsidiados con el dinero del Estado o de la Unión Europea.
No podemos mencionar el nombre del Señor en la constitución europea, ni en los hospitales, escuelas, institutos y universidades.
Pero el Señor odia el orgullo de aquellos que quieren negarle lo que es suyo: toda la honra y la gloria. Ellos le quieren quitar de en medio. Pues, Dios les quitará de en medio a ellos. Finalmente, no quedará nada de una sociedad que no quiere saber nada de Dios y su voluntad. Ya se oyen en nuestro días el comienzo de los hachazos divinos.
Y ¿cómo se llegó a esto? Amós no argumenta ni siquiera con la Ley de Moisés. Simplemente consta: sus pecados eran contra naturaleza y el sentido común (Amós 6:12).
Se había convertido lo justo en algo prohibido y lo malo en algo recomendable. Parece precisamente el programa de nuestros gobiernos y también de alguna denominación evangélica, nominalmente heredera de la Reforma.
Lo que el profeta vio fue humo sobre Samaria, devastación y escombros en Betel y Gilgal dejaría de existir. Solo quedaban ruinas y recuerdos de tiempos mejores.
Los mensajes de Amós nos enseñan una cosa: quién sabe lo que va a pasar no debe callarse. El león ruge y Amós traduce sus rugidos al idioma de la gente. El libro del profeta Amós debería ser uno de los libros más predicados en estos días porque aún tenemos la libertad de decir a la gente lo que no quieren escuchar.
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Estamos enfrentándonos a tiempos muy serios y me temo que la gente aún no comprende lo que les va a venir encima. No soy profeta. Eso y muchas cosas más me distinguen de Amós. Pero no hay que ser profeta para ver lo que se avecina. Llevamos décadas viendo llegar las nubes convirtiéndose en nubarrones y terminando en tempestad.
Ojalá estuviéramos preparados. Preparados para vivir, para predicar, para sufrir y también para morir, cuando llegue el momento.
Pero también quedaba la esperanza que Dios volvería a reavivar a su pueblo.
Amós finalmente llega al capítulo 9. Y nos presenta una panorámica distinta. En la historia de Dios y los hombres, el juicio y la gracia van de la mano. Eso da un toque de esperanza.
La restauración viene del Mesías (Amós 9:11-12). Santiago cita este pasaje de Amós en el concilio de los apóstoles. Es la esperanza para el remanente. Para aquellos que hemos creído en el evangelio y que vamos a tener que construir una nueva sociedad de los escombros y ruinas de la antigua, en cuanto haya pasado el vendaval.
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