Tenemos la certeza de que mucho más cerca que la parentela de sangre está nuestro Padre celestial.
Por desgracia no podemos negar que hay padres dañinos e irresponsables. Les puede el egoísmo y su torpeza. Necesitan que se les recuerde con constancia, si es que lo permiten, que tienen hijos que amar, y no sólo eso, también están obligados a demostrar ese amor que tanto necesitan.
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Sin lugar a dudas, los hay bondadosos y compasivos. No se les escapa un detalle y no hace falta que se les aconseje. Están atentos a sus criaturas, saben lo que precisan.
De un buen progenitor no se duda. El sosiego que propaga no tiene precio. Por eso tenemos la certeza de que mucho más cerca que la parentela de sangre está nuestro Padre celestial. Sabe lo que necesitamos, lo conoce todo. Esas advertencias son necesarias para uno mismo, para refrescarnos la memoria y afianzarnos en la seguridad de que está con nosotros. Somos los olvidadizos de sus bondades, los que no adivinamos del todo su grandeza.
Dada su sabiduría, Dios nos da o no nos da. Su conocimiento sobre nuestra existencia es completo. En definitiva, a un buen padre como nuestro Señor, pocas palabras le bastan para comprendernos. Su trato, su cuidado, es de veinticuatro horas sin descanso ni fiestas de guardar.
Cierto es que nos ocurren hechos inesperados. Me refiero a la parte desagradable de la vida. Las piedras de tropiezo que se nos cruzan en el camino, que nos hacen caer y nos embarran. Los muchos trajines que nos desgastan. Las enfermedades penosas y mortales. Los ánimos cuando se nos van. Tenemos que estar seguros de que el Señor se duele con nosotros, con cada una de las adversidades que nos sobrevienen y que, muy al contrario de lo que muchos piensan, no nos las envía.
A buen padre pocas palabras bastan. Con más o menos expresiones, con mucha o poca ilusión, tratemos de ser felices con el día a día y darle gracias.
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En ocasiones es mejor cerrar la boca y los párpados, como los niños pequeños que se esperanzan a sus progenitores sabiendo que son comprendidos.
Ser obra de sus manos y descansar en su presencia se convierte en un lujo mediante el silencio. Naufragar en lo poco que sabemos de su naturaleza, en lo que podemos imaginar sobre el mar inmenso de sus brazos, resulta liberador.
Las palabras son poca cosa comparadas con la mudez ante la espera. Existen silencios que son discípulos mudos de los sentimientos. Labios que, en su reposo, comunican perfecciones y se convierten en la espina dorsal de la oración completa.
A buen padre pocas palabras bastan.
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