Nos da miedo enfrentarnos cara a cara a nuestros gigantes, a esas sangrantes llagas que preferimos tapar para así, evitándolas, pensar que no están, que nunca han existido.
El procedimiento más comúnmente aplicado cuando nos encontramos frente a una herida es cubrirla. La tapamos con un apósito y pensamos que así, resguardadita, sin que nada externo la moleste, procederá a sanar. Un procedimiento desacertado. Si la herida, el rasguño, no es desinfectado correctamente, por muy tapada que esté, tenderá a infectarse.
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Las infecciones causan dolor, fiebre y hay que administrar antibióticos para que esa infección desaparezca y comience a remitir.
Las heridas del alma duelen aun más que las producidas en el cuerpo, son dolorosas y se infectan con prontitud y por lo general dejan cicatrices.
Sanar requiere tiempo. La herida necesita pasar por diferentes niveles y cada uno de ellos conlleva su propia evolución.
Decía sabiamente Miguel Hernández en su conocido poema La Herida:
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Llegó con tres heridas:
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.
Una primera estrofa en la que manifiesta el dolor que provoca, el amor, la muerte, la vida. Nuestro diario vivir hace que rocemos con las aristas punzantes de este mundo y ello nos ocasiona heridas. La vida duele. Caminamos entre espinos y muy a menudo nos hacemos daño.
Debemos aprender a no vendar las heridas sin antes desinfectarlas. Aprender a exponerlas y dejar que el dolor tenga su proceso. Vivimos en un mundo que quiere evitar el dolor a toda costa, una sociedad que mira con desdén las magulladuras del prójimo y decide ocultar las suyas en un estéril empeño de preponderancia.
Nos da miedo enfrentarnos cara a cara a nuestros gigantes, a esas sangrantes llagas que preferimos tapar para así, evitándolas, pensar que no están, que nunca han existido.
El pasado no puede determinar el presente, no debe seguir rigiendo nuestro caminar, debemos ser cautos, sabios y hacer alarde de aquello que nos dijo el apóstol Pablo: dejar atrás el pasado y extendernos a lo que está delante. Aprender a sanar. Acudir al Médico Santo para que su toque sanador cure nuestro dolor.
Él conoce lo que necesitamos, sabe cómo proceder. Debemos dejar que sus manos quiten aquello que cubre la herida y aplique sobre ella un bálsamo sanador.
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