Carta abierta al que sufre

Te escucho. Sé que mis oídos físicos están limitados para oír lo que solo es audible para el alma, por ello, quiero ceñirme de quietud y abriendo de par en par mi corazón escuchar tu tristeza para así saber qué aciago trazo delinea tu presente.

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Soslayo las risas de fuera y me centro en lo que te acontece. Ansío comprender tu nostalgia, qué sientes al haber perdido esa vida que ahora se presenta tan distinta.

No puedo restituir la ausente felicidad, pero sí puedo tender un puente de amor por el que puedas sentir la empatía de alguien que sin conocerte te estima.

La compasión es un acto de amor, no consiste en sentir lástima; la lástima genera pesimismo y te aleja de quien sufre. La compasión duele, estrecha lazos, abriga, abraza. La compasión te acerca al prójimo cuando existe una fuerza que se empeña en separar. La compasión no permite que ráfagas de individualismo mermen la capacidad para allegarnos y oír lo que el corazón doliente expresa y así comunicarnos con ese lenguaje no verbal que se fundamenta en gestos de amor. 

No puedo devolverte la risa pero déjame llevar hasta ti briznas de un gozo olvidado, roces de tu historia, gotas de recuerdos gratos.

Sé que muchos esgrimirán la desmemoria, soslayarán la mirada para no sentirse incómodos; esa manía por andar de un lado a otro proyectando ilusiones que no tienen razón de ser y que son más bien quimeras que los protegen para así no tener que vérselas con la vida real. Es más fácil mirar hacia otro lado y fingir que no pasa nada.

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Yo, sin palabras mágicas que obren el milagro, deseo verte de nuevo ataviado de vida y por ello, espero en Dios: espero a que mi silencio se vuelva música y haga danzar tu corazón y lo enarbole de alegría. Espero que cesen los ensordecedores sonidos de guerra y emerja una canción de esperanza. Espero que acaben las lágrimas, que fluyan a raudales las risas.

Anhelo con denuedo que vuelva la paz, para ti y para todos aquellos que sufren los estragos de la sinrazón.