Podemos recordar aquellos primeros días de nuestra vida en el Señor, pero no olvidamos tampoco que lo que hemos vivido hasta aquí, ha estado lleno de todo tipo de experiencias.
En el mes de noviembre pasado del año 2021, se han cumplido 54 años que nos hicimos cristianos evangélicos. Era el año 1966. Casi pasa desapercibido. Lo cual en mí no es nada de extraño pues soy de los que piensan que “todos los días son iguales”. (Ro.14.5). Luego, caigo en la cuenta de que uno no puede ser tan “monótono”. Vale. Al pensar en ello he recordado aquellos primeros días en los cuales a mi esposa -entonces mi novia- Lola, y a mí se nos complicaron un poco las cosas. No mucho, pero algo.
A último de los años sesenta, se estaban sintiendo los efectos del Concilio Vaticano II que proclamaban un “aire nuevo” dentro de la Iglesia Católica. Recuerdo que sería en 1968 cuando don José Cardona, Secretario Ejecutivo de Defensa Evangélica dio una conferencia en el salón cultural de la Caja de Ahorros de Córdoba, propiedad de la Iglesia Católica. Él fue presentado por el pastor de la Iglesia Bautista, Antonio Gómez Carrasco, que nos dejó en el año 2016. En la tribuna, ambos estaban rodeados de unos tres o cuatro sacerdotes de la Iglesia Católica. La exposición de D. José Cardona, magistral. Al final, el público puesto en pie parecía estar deseando expresar de forma vehemente los nuevos aires que el Concilio Vaticano II había venido anunciando previamente. El aplauso fue fervoroso y largo. También los señores vestidos de negro que estaban en la tribuna se vieron obligados a aplaudir al mismo ritmo, aunque a mí me parecía que no tenían el mismo entusiasmo. No olvidemos que parte de la Iglesia Católica y parte de la sociedad española, educada en el mismo espíritu del “nacional catolicismo” no veían con buenos ojos los cambios que se veían venir y que ya se estaban produciendo. Aún puedo recordar que (¡25 años después!) cuando se firmaron los Acuerdos con el Estado de 1992 con la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España (FEREDE) y todo eran parabienes y felicitaciones de unos y de otros, José Cardona escribió en la Revista Restauración un sentido artículo, en el cual ponía de manifiesto que la Iglesia Católica española no había tenido ninguna palabra, ni de ánimo durante el largo proceso, ni tampoco ninguna felicitación porque, por fin, se había culminado con bien todo el proceso. Nada de nada. Recordarlo, no está mal.
En cuanto a nosotros, fue profesar fe a último de 1966 y en enero del siguiente año 67 nos fuimos a la mili. Para nuestra “suerte” mi amigo y hermano en la fe que me había hablado y llevado al Señor unos meses antes, coincidimos en el mismo campamento; nos tocó en la misma compañía y en la misma chabola (como en la película, de ese tiempo titulada: “Doce bajo la lona”). Luego, cuando hicimos el campamento cada uno fuimos destinados a un cuerpo y cuartel diferente.
Pero después de nuestra conversión tuvieron lugar unos sucesos que pusieron a prueba nuestra incipiente fe. En primer lugar cierta persona cercana a nosotros, al saber lo que mi Lola y yo habíamos profesado la fe evangélica y que nos habíamos bautizado, hizo todo lo posible por romper nuestro noviazgo. Habló con la madre de ella y le anticipó la noticia antes de que mi Lola pudiera hablar con su mamá. Entonces no se hubieran complicado las cosas tanto. Pero no contento con aquello, fue al seminario de San Pelagio de Córdoba y habló con el director espiritual que, acompañado de dos seminaristas, fueron a casa de mi suegra. Si conmigo no podían hacer nada, a ver si podían, al menos, “rescatar” a mi novia de aquel serio error que había cometido. A la sazón, el padre de Lola había fallecido hacía unos meses con solo 46 años. Así que todo aquello para la mamá de Lola era una gran carga añadida.
Recuerdo que a los tres “jesuses” (los tres se llamaban “Jesús”) les invité a que vinieran a casa del misionero que nos había llevado al Señor, previo aviso a éste. El misionero estuvo digno, serio y poniendo las cosas en su sitio respecto de la libertad de cada uno para elegir, y con la Biblia y de forma breve refutó alguna cuestión doctrinal que salió a relucir. Así que se fueron con una sensación de… “Aquí no hay nada que hacer”. Como nos dijo luego nuestro mentor espiritual: “Este director espiritual ha venido a sacar ‘músculo religioso’ delante de sus alumnos, pero no he querido darle la oportunidad”.
Sin embargo las argumentaciones de los curas así como la tensión familiar hicieron tambalear la decisión de mi Lola de forma temporal. Ante la duda, ella prefirió hablar conmigo y decirme que, de momento, íbamos a dejar nuestra relación. Yo todavía estaba en el campamento (principio de 1967). Ella necesitaba ese tiempo. Habló con su mamá y le dijo que se iba a tomar un tiempo y que su decisión no dependería ni estaría condicionada por ella ni por mí, sino por Dios mismo. Algunos vieron en esa decisión como un “triunfo”. Pero yo ya estaba seguro de lo que pasaría al final, sin importarme lo que iba a tardar ese proceso. Era una cuestión espiritual y la batalla ya estaba ganada de antemano. Dos semanas bastaron para que Lola se decidiera. Su oración constante y lo que sabía de una parte y lo que leía en las Escrituras del Nuevo Testamento, así como su entrega anterior al Señor Jesucristo, eran más que suficientes.
Bien escribió Isaías acerca de “este Camino” que el profeta anunció de antemano acerca de Cristo: “El que anduviere por este Camino, por torpe que sea, no se extraviará”. (Is.35.8). Palabras que yo había recibido previamente y que me animaron mucho. Así que habló con su madre y le comunicó cuál fue su decisión final y definitiva y la seguridad que tenía respecto de ella. Al año siguiente, 12 de octubre de 1968, nos casamos en una triple boda -junto con otras dos parejas- celebrada en el antiguo local de la Iglesia Bautista. Aquello fue otra para contar. Pero lo dejamos ahí.
Pero cuando llegó el momento y todavía a último de julio de 1967, tuve que decirle a mis padres la decisión que mi Lola y yo habíamos tomado y que nos habíamos bautizado. No fue fácil aquello. Mis pobres padres no sabían dónde yo me había metido. Él era brigada de la Guardia Civil bajo el régimen franquista. Había mucho miedo a “romper” con lo establecido en la sociedad; “al qué dirán”, a las críticas propias de sociedades cerradas y uniformes como era, en nuestro caso, la dictadura franquista, tanto desde el punto de vista político como también religioso (“monta tanto, tanto monta”, que se dice) y social. Y era más difícil a los que en esos casos ocupaban determinados puestos en la misma.
Aparte de lo desagradable de “la noticia” y los momentos que se vivieron en esos primeros días, lo peor que pude oír fue lo que mi padre me dijo: “Si tú sigues por ese camino, este techo no es tu techo”. Afortunadamente, al día siguiente cometí una falta en el cuartel que me llevó al calabozo por un mes. Todo el mes de agosto de 1967 me lo pasé allí confinado. Pero fue la primera vez que leí la Biblia de forma seguida y completa. Y como tardé solo unos minutos en darme cuenta de la falta cometida y que no tenía justificación alguna, me arrepentí profundamente, tuve paz y acepté el castigo sin problema alguno.
En el calabozo había otro soldado que había sido el asistente de un capitán. La razón por la que estaba allí, era porque le dijo a la mujer de su capitán que él no iba a comprar patatas; “Señora, para eso no he venido yo a hacer la mili”. Así que nuestro querido hermano “Pepe Pastorini” –ya con el Señor- lo pagó con dos semanas de calabozo. Lo llevaba mal el hombre. Allí estaba como una fiera enjaulada andando de un lugar a otro de la celda. Cuando vio mi tranquilidad y con un mes por delante, se sorprendió y me preguntó qué leía. Le dije que leía la Biblia. Al otro día se entregó al Señor. Cuando salió a los tres o cuatro días se fue a buscar al grupo de hermanos con los cuales nos reuníamos. Así hasta que nos dejó en 2009 a causa de un cáncer de páncreas. José Rodríguez Pastorini, a quien siempre echaremos mucho (¡muchísimo!) de menos.
En mi ausencia y cuando estaba todavía en el calabozo, la misma persona que se entrometió en la relación entre mi Lola y yo, también habló con mis padres tratando de “revolverlo todo”. Afortunadamente, y a pesar de que las cosas no estaban bien, mi madre se dio cuenta de que más que por hacer un bien, sus motivos eran otros (Eso me lo dijo posteriormente mi madre).
Cuando salí del calabozo, la tensión en mi casa parecía haber pasado. Mi padre, muy preocupado preguntó a un capitán del ejército que él conocía, sobre mi caso. Fue providencial. Aquel era un hombre noble, creyente católico, estaba contento con el cambio que el Concilio Vaticano II estaba propiciando en la Iglesia Católica, entre otros, hacia las demás confesiones religiosas. El militar mencionado le dijo a mi padre: “Usted no se preocupe, hombre. De aquí a 15 ó 20 años todas las iglesias van a estar unidas”. El buen hombre tenía buena intención, pero no conocía bien el tema. Sin embargo, aquella actitud conciliadora tranquilizó mucho a mis padres. Mientras, en el calabozo yo estaba orando por la situación y recibí esta palabra como para mí: “Aunque mi padre y mi madre me dejaran, con todo Yahwé me recogerá”. (Salmo 27.10). Esas palabras me dieron mucha seguridad y mucho consuelo, pues sabía que venían de parte de Dios. Ahora sabía de forma “especial” que estaba bajo la protección del más Grande.
Afortunadamente, si a mi padre le llegó la tranquilidad por parte del capitán del ejército mencionado antes, a mi suegra le llegó por parte del párroco de nuestro barrio. Hombre comprensivo, tolerante y sin ningún prejuicio religioso. Siempre lo recordamos con agradecimiento y cariño, por su oportuna intervención y su afecto hacia nosotros. No olvidamos que él nos conocía desde niños.
Lo cierto es que el fanatismo no podía faltar en esos primeros días de nuestra fe. Aquí, si hubiéramos tenido una mejor orientación nada de eso tendría que haberse producido. Una vez entramos en la sacristía de la que había sido nuestra parroquia, la cual ya no era “nuestra casa” espiritual por decisión propia. Estaban celebrando unos estudios bíblicos. Era por semana santa. Al final, en el tiempo de preguntas, se me ocurrió leer parte del primer capítulo del libro del profeta Isaías -¡casi nada!- Después, el capítulo 46, que trata sobre el tema de las imágenes (¡menudo impertinente!). El que había hecho la exposición era uno de los seminaristas que había acompañado a los otros a casa de mi suegra, hacía unos meses. El pobre no sabía cómo responder y el párroco le echó una mano tratando de quitar tensión al ambiente. Nos dijeron que no fuéramos más por allí, que aquella era su reunión y su casa. Lógico. No volvimos más.
Lo cierto es que tuvimos muchas discusiones con católicos (entre otros grupos) y era tanto el revuelo que levantamos en aquellos primeros días que desde entonces se comenzaron a hacer estudios bíblicos en algunas parroquias de nuestra ciudad. Al poco, los dos seminaristas escribieron un libro sobre el tema de la iglesia, supervisado por el padre espiritual del seminario. En la introducción de aquel libro se decía que lo que les motivó a escribirlo fue todo “ese entusiasmo que algunos jóvenes protestantes estábamos manifestando en relación a la lectura y propagación de la Biblia”. Vaya, al menos nos alegramos de que algunas de nuestras impertinentes actuaciones sirvieran para algo.
Ahora cuando se cumplen 54 años de nuestra profesión de fe podemos recordar aquellos primeros días de nuestra vida en el Señor, pero no olvidamos tampoco que lo que hemos vivido hasta aquí, ha estado lleno de todo tipo de experiencias: buenas y malas; con sus fallos y aciertos; alegrías, tristezas y muchas lágrimas también. Esto último mayormente por nuestros propios errores y rebeldías. Pero al mirar hacia atrás, vemos que en todo el Señor nos ha acompañado. Incluso cuando por nuestros propios errores pensábamos que quizás él nos había abandonado. (Salmo 73.21-28)
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