Estoy aprendiendo; un poco más si cabe, a esperar. Que no hay tanta urgencia y sí mucha gente con prisa.
Acelero, apremio, vértigo. Ir y venir con celeridad en un continuo e inquietante rastreo que desespera y agota. Parece que el permanecer quieto es una acción incoherente, desprovista de sensatez. Por ello nos subimos a diario en el tren de las prisas para no llegar tarde a ninguna de nuestras múltiples y urgentes tareas.
Él nos dice: “Estad quietos y sabed que yo soy Dios”.
Cuando desaceleramos conseguimos que el corazón agitado se calme y comience a funcionar con la lentitud precisa, con la armonía necesaria para contemplar la grandeza del Dios creador.
La premura nos desorienta, arrulla deseos de agitación y embota la cabeza con una música cansina que nos aparta de la voz divina.
Hoy, mañana y hasta dentro de siete días permaneceré recluida en casa. He sido una de esas personas a las que esta nueva variante de la COVID-19 ha atacado. Yo, que siempre tengo mil pequeñas labores que realizar he tenido que echar el freno y sin más, doblegarme a las normas marcadas y seguir el protocolo para no ser un agente de contagio.
En este confinamiento personal estoy aprendiendo; un poco más si cabe, a esperar. Que no hay tanta urgencia y sí mucha gente con prisa.
Tengo que valorar la espera, ese estado reposado al que no estoy acostumbrada y que puedo obtener si permanezco a los pies del maestro dejando que Él hable. Optar por oír en vez de hablar, sumida en la calidez de los encuentros con Dios. Conseguir que mis oídos tengan la condición adecuada para escuchar lo que mi Padre quiere comunicarme.
La elección se nos presenta a diario: hacer o no hacer, decir o callar, pasar a la acción o permanecer quietos. Ansiar que la tormenta nos sobrecoja con su estruendo o dejar que Dios entone un silbo apacible, un ligero silbo que con claridad acalle nuestras dudas haciéndonos encontrar la respuesta correcta en un mar de complicadas preguntas.
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