La Palabra ha quedado desplazada del centro del culto de muchas iglesias, en favor de otros elementos que produzcan una “experiencia sensorial” de la presencia de Dios.
“Pero tú eres santo, tú que habitas en las alabanzas de Israel” (Sal.22.3)
A veces he leído algún artículo o libro sobre la adoración y la alabanza en el cual, haciendo alusión a este texto se ha construido la teoría de que a través de la alabanza “se atrae la presencia de Dios sobre el lugar”; ya que “si el texto dice que Dios habita entre las alabanzas de su pueblo –Israel- se sigue que hemos de alabarle para que él ‘venga’, ‘habite’ y se manifieste entre nosotros”.
Este es otro de los muchos ejemplos que nos encontramos a menudo que muestran, no solo el error de partida, sino las perniciosas consecuencias que acarrean dichos errores. Porque, a partir de esa deficiente compresión del texto aludido, se atribuye un carácter y un sentido a la alabanza y a la adoración que no tienen ni han tenido nunca. Tanto es así que los modernos dirigentes musicales de muchas iglesias, cantan y cantan y repiten, y vuelven a repetir hasta la saciedad, a modo de “mantras evangélicos” las canciones o coritos, hasta que les parece que “han entrado” en la presencia de Dios o que dicha presencia “ha venido” o “se ha manifestado”. Y si eso no se consigue, parece que no se ha cumplido con el objetivo del culto. A partir de ahí, todo cuanto se haga en el culto a continuación, pareciera no tener el valor que tendría, pues falta “la unción de Su presencia”.
De ese falso planteamiento, se derivan otros errores; porque un error nunca puede llevar a una verdad, sino a otro error. Y es que muchos dirigentes musicales se han creído con una responsabilidad especial, por encima de los demás miembros de la iglesia. A partir de ahí, ha surgido una clase de ‘adoradores’ que le dan el nombre de “salmistas” o, “los nuevos levitas” que debido a su posición y responsabilidad sobre la iglesia, se hacen indispensables y sin los cuales pareciera que no es posible llevar a cabo la adoración y la alabanza en la misma.
Pero todavia hay otra consecuencia que tiene lugar y es que al valorar más el tiempo de la adoración y la alabanza, la predicación de la Palabra en el culto queda en un segundo plano -cuando no de la misma vida del cristiano- causando un serio perjuicio al pueblo de Dios. No en vano, tiempo ha que la Palabra ha quedado desplazada del centro del culto de muchas iglesias, en favor de otros elementos como “la alabanza”, números especiales y todo aquello que pueda producir una “experiencia personal” con la finalidad de “sentir” la presencia de Dios.
Para comenzar, hemos de decir que nada de lo que se le atribuye al texto bíblico mencionado más arriba, se desprende del mismo. En realidad, lo que hay en el fondo del texto es la obra de Dios en la historia del pueblo de Israel. Esa intervención divina responde, en principio, a la misericordia y a la fidelidad de Dios al pacto hecho con Abraham (Ex.3.23-25); y luego, al clamor y a la fe del pueblo. Notemos qué dicen los versículos 4 y 5 del salmo 22:
“En ti esperaron nuestros padres; esperaron y tú los libraste. Clamaron a ti y fueron librados; confiaron en ti y no fueron avergonzados”.
A partir de ahí Yawéh pondría de manifiesto Su presencia para con el pueblo después de 400 años de aparente silencio. Pero dicha presencia iría con el pueblo en la medida que éste fuese fiel a Su pacto. La adoración, la alabanza y la acción de gracias, pues, serán el resultado de la obra de Dios en la vida de los creyentes. Jamás debe tomarse como una práctica por medio de la cual “conseguir” traer la presencia de Dios ni que ésta se manifieste. Y mucho menos en relación con la iglesia, donde ya de antemano sabemos, por palabra del Señor Jesús: “Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt.18.20). O estas otras palabras: “Y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt.28.19-20)
Por tanto, la adoracion y la alabanza siempre está asociada a la obra de Dios en la vida de los creyentes, que ha hecho posible la presencia de Dios en ellos de manera continua y permanente, dado que “la Iglesia es la casa –el templo- del Dios viviente”. (1ªT.3.15). Entonces, cualquier práctica que no tenga en cuenta estas sólidas verdades escriturales, no tiene razón de ser y, en el caso que nos ocupa sobre “la alabanza para traer la presencia de Dios”, no deja de ser “como metal que resuena o címbalo que retiñe” (1ªCo.13.1). O sea, mero ruido, con consecuencias meramente emocionales, pero nada más.
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