Hay casos en los que hombres y mujeres fueron influenciados por personas mayores en edades muy tempranas interfiriendo en su desarrollo e identidad sexual. Y siempre me he preguntado ¿Por qué? ¿Con qué derecho?
En la década de los sesenta el siglo pasado en el barrio donde vivíamos había un hombre que se llamaba Manuel (nombre ficticio). El tenía unos treinta y tantos años y siempre había sido muy afeminado. Además era muy guapo y se desenvolvía muy bien cantando copla española. Manuel era muy querido en el barrio y creo que si alguien hubiera tratado de hacerle daño, cualquiera de los que estábamos presentes, sin lugar a dudas, hubiéramos salido en su defensa.
Él solía ir con cierta frecuencia al bar familiar donde nos reuníamos para tomar una cerveza, después de haber ido al cine. Luego, cuando ya nos íbamos a retirar a casa, alguna vez quedábamos con él en la puerta del bar, el grupo de (tres o cuatro) amigos para charlar un buen rato. A nosotros, bastante más jóvenes que él (16, 17 años) nos extrañaba que fuera de “aquella manera”. Un día le pregunté por qué creía él que era “así” ya que su hermano mayor no era como él.
Él nos dijo que era el más pequeño de tres hermanos (un hermano y una hermana) con bastante diferencia de edad. Sin embargo, la diferencia que había entre él y sus hermanos es que a él lo criaron su madre y su hermana como si fuera una niña: le daban muñecas para jugar y cuando ellas se ponía a coser, a él también le daban una aguja e hilo y trapitos para que las imitara. Así le enseñaron a hacer todo cuanto, entonces, eran tareas de mujeres. Desde muy temprano Manuel fue adquiriendo los modales de las mujeres que lo criaron; incluso diciéndole con cierta frecuencia: “Tú tenías que haber nacido niña, en vez de niño”.
Manuel no sabía exactamente cuál fue el proceso, pero era evidente que con esa crianza e influencia, en algún momento de su vida de niño, él “decidió” ser lo que su hermana y su madre querían que fuera: Una niña. El proceso de la formación de su propia identidad fue interferido por las personas que podían influir más que ningunas otras: Su madre y su hermana mayor; y eso, en la edad más temprana. El resultado saltaba a la vista.
Cuando llegó a la adolescencia –nos contó- tenía que pasar todos los días por cierto lugar y había un hombre que lo importunaba cada día, diciéndole lo guapo que era y lo mucho que valía. Así, hasta que a base de “piropos” y halagos, consiguió llevárselo y abusar sexualmente de él. Ahí se completó el proceso de lo que después llegó a ser durante toda su vida. Algún que otro día, Manuel iba a casa de mi suegra y pasaba mucho rato hablando con ella. Manuel le confesaba con lágrimas, cuán desgraciado era: “Por mi forma de ser”, decía. Y es que él se veía un hombre por fuera, pero con una identidad y unos sentimientos contrarios a su propia anatomía. Además, sabía que lo que él hacía con cierta frecuencia le causaba un gran sentimiento de culpa.
Un día, hablando con nosotros nos dijo: “Si mi boca se abriera, sabríais cuántos y cuántos hombres que pasan por esta plaza, para ir a misa a darse golpes de pecho, me piden relaciones sexuales”. Sin palabras.
Luego, cuando unos y otros nos casamos y nos fuimos a vivir a otro barrio, le perdimos la pista. Volvimos a tener contacto con él cuando nos hicimos cristianos evangélicos. Él pudo escuchar el mensaje de las buenas nuevas. Sin embargo, me temo que, ninguna de nosotros estábamos capacitados para comprender un caso como el suyo. A veces desde la fe, y sobre todo cuando somos nuevos creyentes, creemos que todo debe funcionar de forma automática y usamos más de condenación que de compasión, y de justicia más que de misericordia. Un alma tan dañada como la de Manuel, necesitaba algo más que palabras, aunque estas fuesen versículos bíblicos aprendidos de memoria.
Al cabo de unos siete años, supimos que Manuel había muerto de una enfermedad penosa. Hoy, y siempre que me acuerdo de él, he pensado (y así prefiero creerlo) si quizás en el lecho de su enfermedad, como aquella mujer con una enfermedad penosai Manuel se acercó al Maestro “por detrás para tocar el borde de su manto” y fue sanada; o si quizás como aquella mujer que “lavó los pies de Jesús con sus lágrimas” fruto de su dolor y ansia de verdadera vida y fue perdonadaii; o, al igual que el ladrón en la cruz, clamó a última hora, diciendo: “Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino” y fue escuchado.iii Sólo el Señor sabe si eso sucedió o no.
Cuando me acuerdo de Manuel, siento un profundo dolor por no haber estado a la altura para amarle y comprenderle como el Señor lo hubiera hecho y transmitirle en la forma que el Señor Jesús lo hubiera hecho, toda la gracia que él necesitaba. Mientras, también pienso en el mal que acarrea a los hijos/as la ignorancia de unos y la perversidad de otros. De estos últimos, Jesús habló palabras muy fuertes.iv
Solo una nota para concluir, y es que hay muchos miles y miles de casos en los cuales, hombres y mujeres fueron influenciados por personas mayores en edades muy tempranas interfiriendo en su desarrollo e identidad sexual. Y siempre me he preguntado ¿Por qué? ¿Con que derecho? Y estas criaturas que han sido dañadas de una manera tan significativa ¿No tendrán derecho a revertir, si fuera posible, tales consecuencias? Pues al parecer se les niega todo el derecho por medio de una ley que se lo prohíbe terminantemente: A ellos mismos y a los profesionales especialistas (psicólogos y pastores) que podrían ayudarles en ello. ¿Por qué? ¿Con qué derecho?
Es bastante contradictorio el hecho de que hoy día se estén reconociendo tantos “derechos”, como por ejemplo: “el derecho a morir dignamente” (la eutanasia) mientras que en el caso que nos ocupa, se les niegue el derecho a solicitar ayuda para algo que carga y angustia a tantos jóvenes, hombres y mujeres que claman por socorro. Y lo que es peor todavía: Lo que entonces era un abuso, un delito e incluso un gran pecado, hoy se dice que las funestas consecuencias deben ser aceptadas como parte de su naturaleza; y en el peor de los casos, de parte de cierto sector religioso, también se le dice: “No te preocupes. Acéptate como eres; así te ha creado Dios”. Así se atribuyen a Dios las terribles consecuencias de acciones perversas de hombres y mujeres que abusaron de esas personas en su niñez. Uno no sabe lo que es más perverso si el abuso que sufrió la persona, con todas las consecuencias para su identidad sexual, o la ley que le niega el derecho a la ayuda parav revertir, si fuera posible, dichas consecuencias. ¡No!. No es de sentido común. Y desde luego, muy difícil de aceptar.
Notas
v Lógicamente, en este escrito solo me estoy refiriendo a los casos en los cuales se sabe, de forma clara, que el proceso de formación de la identidad sexual fue interferido causando los daños ya mencionados, no a otros en los cuales las causas no están tan claras. Pero si hablamos de “derechos” a nadie debe negársele “su derecho”, tal y cómo los mencionados; pero también se les debería reconocer a otros cuyo origen de su confusión de identidad sexual sea distinto. Eso, independientemente de cuales fueren los resultados después de la ayuda prestada.
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