La luz del Evangelio brilla potente en medio de tantas luces tenues. La Navidad nos recuerda que Dios ha bajado a este mundo para sufrir con nosotros, como nosotros y por nosotros.
La Navidad es un tiempo de luces, pero también de sombras. Este año más que otros predominan las sombras: hay más preocupación que alegría, más incertidumbre que gozo. La ansiedad y el dolor planean sobre muchos hogares creando una atmósfera que puede difuminar el espíritu festivo de la Navidad. Muchas personas dicen que no hay nada que celebrar en un mundo que sigue sufriendo las consecuencias destructivas de la pandemia.
Pero ¿realmente no hay nada que celebrar? ¿Pueden las sombras de la crisis apagar el verdadero gozo de la Navidad? El cristiano responde con un “no” rotundo. Siempre habrá más gozo que preocupación, más esperanza que ansiedad porque nuestro gozo no depende de las circunstancias alrededor, siempre cambiantes, sino de los hechos inalterables que ocurrieron en aquella primera Navidad. Es el gozo que tuvieron los sabios de Oriente cuando “al ver la estrella se regocijaron con muy grande gozo” (Mt. 2:10). Es un gozo que va más allá de la alegría y que nada ni nadie puede apagar. Por esta razón, los cristianos sí tenemos algo que celebrar, de hecho no es un algo, es un alguien: Cristo.
La luz del Evangelio brilla potente en medio de tantas luces tenues. Tres de los nombres dados a Jesús nos revelan el corazón de la Navidad y la razón de nuestro gozo: la Navidad nos recuerda que Dios ha bajado a este mundo para sufrir con nosotros, como nosotros y por nosotros.
“Y llamarás su nombre Emanuel, esto es Dios con nosotros” (Mt. 1:23).
“¿Qué hace Dios por remediar tanto sufrimiento?”, se preguntan muchas personas en estos días. La Navidad es una fiesta para el creyente, pero su mensaje tiene una profunda relevancia para todos y en especial para los que están pasando por el valle de sombra, tiempos de sufrimiento y de crisis. Es así por cuanto recordamos y celebramos que Dios se ha acercado al ser humano y ha bajado a este mundo para sufrir con nosotros. Esta es la esencia de la Navidad y uno de los rasgos más distintivos de la fe cristiana: Dios no está lejos ni está callado, Dios está con nosotros. Éste es exactamente el significado de la palabra Emanuel, uno de los nombres dados a Jesús: Dios con nosotros.
[destacate]La Navidad es una fiesta para el creyente, pero su mensaje tiene una profunda relevancia para los que están pasando por el valle de sombra.[/destacate]En el drama del sufrimiento humano Dios no se limita a ser un espectador, sino que ha actuado como un actor comprometido. Desde el principio de la Historia Él ha dado pasos concretos para aliviar y liberar a todos los oprimidos por el sufrimiento como hizo con su pueblo: “Bien he visto la aflicción de mi pueblo... y he oído su clamor a causa de sus extractores; pues he conocido su angustia y he descendido para librarlos (Éx. 3:7-8). Este compromiso de Dios encuentra su manifestación máxima en la encarnación de Jesús.
Pablo describe los pasos que llevaron a la primera Navidad en un pasaje memorable, usado como cántico por la Iglesia primitiva: “Cristo Jesús, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; ...y se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz...” (Filipenses 2:5-11).
Dios ha bajado a la tierra encarnado en Cristo. Ahí radica la respuesta última al dilema del sufrimiento: en un nacimiento tan sencillo como sobrenatural, y en una muerte tan infame como gloriosa. El pesebre y la cruz, la vida en su inicio y la vida en su final, Navidad y Semana Santa encierran las claves que nos permiten entender el misterio de la vida y de la muerte.
Yo personalmente nunca podría creer en Dios si no fuera por la encarnación de Jesús, demostración irrefutable de su identificación con el drama humano, y por la Cruz, exponente supremo de este compromiso. Como alguien ha dicho, “un Dios lejano no sería más que un iceberg de metafísica”.
Si te preguntas ¿dónde está Dios en mi sufrimiento? la respuesta está en el Emmanuel, Dios con nosotros. Dios se ha acercado y está ahí contigo (Mt. 28:20)
“Consolaos, consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios” (Is. 40:1).
Con estas palabras empieza El Mesías de Händel, una de las composiciones más celebradas de todos los tiempos. Y es también la frase que abre otro “oratorio” aún más importante: Los Cánticos del Siervo, el conjunto de profecías que anunciaron los detalles de la Navidad con siglos de antelación (Isaías 40-55).
No es casualidad que las primeras palabras proféticas sobre el nacimiento de Jesús sean de ánimo: “Consolaos, consolaos”. Una de las mayores necesidades de la persona que sufre es sentirse comprendida y consolada. Y ¿quién mejor para ello que alguien que ha pasado ya por una experiencia similar? Como vimos antes, nadie puede acusar a Dios de no saber lo que es sufrir. Durante su vida, y de forma suprema en la cruz, Cristo experimentó el sufrimiento en su máxima expresión, tanto física como moralmente. Nadie ha sufrido más que él. En este sentido, Jesús no sufrió como nosotros, sino mucho más que nosotros. Estos sufrimientos le confieren una autoridad moral incuestionable para entendernos y consolarnos.
La participación e identificación de Dios en el sufrimiento humano es la fuente suprema de nuestro consuelo. En la conmovedora descripción del martirio de Cristo (Isaías 53) se encuentra la respuesta última a todo sufrimiento: “Fue menospreciado... herido... molido... angustiado y afligido, sin embargo no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero”. Tanto dolor tenía un propósito: “Por su llaga fuimos nosotros curados... verá el fruto de la aflicción de su alma y quedará satisfecho... porque él llevó el pecado de muchos e intercedió por los transgresores”.
[destacate]La participación e identificación de Dios en el sufrimiento humano es la fuente suprema de nuestro consuelo.[/destacate]Jesús no sólo sufrió, sino que fue un experto en sufrimiento, “experimentado en quebrantos” (Is. 53:3). Por ello “no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Heb. 4:15). Es muy significativo que el autor de Hebreos concluye este texto con una invitación abierta a que nosotros experimentemos también la consolación divina: “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Heb. 4:16).
De la misma manera que Dios se ha acercado, nosotros hemos de acercarnos a Él. Este doble movimiento es muy importante. Hay un elemento imprescindible de reciprocidad en la fe cristiana: Cristo ciertamente está conmigo en mis pruebas, pero para experimentar su “oportuno socorro” he de acercarme al trono de su gracia. Es el mismo paso de acercamiento que Jesús requiere de nosotros al afirmar: “Venid a mí todos los trabajados y cargados y yo os haré descansar” (Mt. 11:28). El cumplimiento de la promesa es inseparable del acercarse a Jesús.
Este consuelo es el que nos lleva a decir: “Señor, en esta Navidad hay muchos por qué en mi vida, situaciones que no entiendo; pero tú lo sabes todo, y si estás a mi lado; esto es lo que de verdad me importa”.
“Llamarás su nombre Jesús, por cuanto salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt. 1:21).
En tercer y último lugar, en la Navidad celebramos que Dios ha bajado a este mundo para sufrir por nosotros. La frase inicial del cántico de Isaías 40 –“Consolaos, consolaos....”- va seguida de una mención a la necesidad de perdón por el pecado: “decidle a voces que su pecado es perdonado (Is. 40:2)
Cristo vino a este mundo no solo para consolar, sino para salvar. Ahí es donde llegamos al sentido más profundo de la Navidad y también el más trascendental: Cristo vino a morir por mis pecados. Por ello el nombre Emanuel es inseparable del nombre Jesús, Dios se ha acercado para ser Salvador. La razón primordial que Dios tenía para bajar a la tierra era salvar a su pueblo de sus pecados “porque hay un solo Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Ti. 2:5).
[destacate]No podemos quedarnos solo con el Jesús empático que entiende mi sufrimiento. El centro de la Navidad está en la vida nueva que Jesús ofrece a todos sin excepción.[/destacate]Los sufrimientos de Cristo le dan autoridad moral para consolarnos y ello nos hace bien, pero no es suficiente. Jesús no vino solo a vivir y sufrir con nosotros, sino a morir por nosotros. Su sufrimiento tiene, ante todo, un valor expiatorio de nuestros pecados. La venida de Jesús a este mundo no tenía una intención solo pedagógica –enseñarnos un estilo de vida modélico- sino vicaria, sustitutiva. Por tanto, no podemos quedarnos solo con el Jesús empático que entiende mi sufrimiento. El centro de la Navidad está en la vida nueva que Jesús ofrece a todos sin excepción. Ahí radica el motivo principal del gozo de la Navidad que ninguna crisis puede apagar: si alguno está en Cristo, nueva criatura es, las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas (2 Co. 5:17).
Muchas personas hoy rechazan a Dios sin haberle conocido; en realidad lo que rechazan es una caricatura de Dios, un dios lejano, frío y severo fruto de su imaginación. El Dios en el que yo creo, el Dios de la Biblia, es el Dios que se acerca para sufrir conmigo, Emanuel; el Dios que se hizo experto en sufrimiento hasta la muerte de cruz, el Siervo Sufriente; el Dios que murió por mí, Jesús, y ahora, resucitado, sigue intercediendo por mí desde el cielo. Este es mi Dios.
Por todo ello celebramos la Navidad con gozo sin dejarnos abatir por las sombras de ninguna crisis. La luz del mensaje del Evangelio desvanece cualquier sombra porque nos da consuelo, esperanza y, sobre todo, vida, la nueva vida en Cristo. ¡Cuánto necesita nuestro mundo hoy del bálsamo terapéutico del mensaje de la Navidad!
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