No necesitamos recibir más revelaciones que la que “ya ha sido dada una vez” por medio de Jesucristo y registrada en las Escrituras.
La Biblia señala que hay dos cosas que sucedieron “solo una vez”. Al no conocer u obviar esas cosas podrían arrastrar a los cristianos por los caminos del error, incluso a otros, a la perdición. Una de esas dos cosas es, “la fe que ha sido dada una vez a los santos”.
En principio, se hace necesario aclarar que cuando el escritor Judas hace referencia aquí a “la fe”, no se refiere a esa actitud de confianza que tenemos los creyentes en el Señor sino a aquello en lo cual se pone la fe. Es decir, todo el cuerpo doctrinal que fue entregado por el Señor y los apóstoles a la Iglesia. (Mt.28.19-20; Hch.2.42. Ver, también Judas 17)
Es cierto que “Dios ha hablado en otro tiempo, muchas veces y de muchas maneras” y que lo realizó de forma progresiva. También es cierto que todas las revelaciones que antes se dieron apuntaban y convergían en la persona de su Hijo Jesucristo. Por esa razón el Señor dio testimonio de que el tema principal de las Escrituras era él mismo:
“Escudriñáis las Escrituras porque a vosotros os parece que en ellas tenéis vida eterna; y ellas son las dan testimonio de mi” (J.5.39).
Y el autor de la epístola a los Hebreos dijo:
“En estos postreros días, Dios nos ha hablado por su Hijo” (Heb.1.1-2).
Eso quiere decir que Dios ha dicho todo cuanto tenía que decir con respecto a la salvación eterna y norma de vida para los hombres, en la persona de su Hijo Jesucristo (Heb.1.1-2). De ahí que en el primer siglo, al final de la era apostólica los creyentes tenían plena conciencia de que “la Verdad” traída por Jesucristo no solo se refería a él mismo sino que constituía un cuerpo completo de doctrina que se desprendía del mismo Señor Jesús y su obra. Ese cuerpo de doctrina, Judas la define como “la fe que ha sido dada una vez a los santos” (Judas 3; Juan 1.17; 14.6). Esta “fe” relativa a Jesucristo se transmitió en palabras a través de la proclamación (el kerigma) del Evangelio, juntamente con la enseñanza (didaché) del mismo. Esa doble actividad –predicación y enseñanza- la vemos tanto en el libro de los Hechos de los Apóstoles como en las epístolas (Hch.5.42; 20.20; Ef.3.8-9; Col.2.25,28)
Entonces, la Iglesia primitiva recibió de los Apóstoles y asociados la enseñanza completa de Jesús (ver Mt.28-19-20) y lo que por el Espíritu Santo iban recibiendo, acorde con la promesa del Señor (J.14.26; 16.13-15; Hch.15.28; Ef.3.5-6). Es por esa razón que el autor de la epístola, Judas, exhortó seriamente a sus lectores creyentes a “tener memoria de las palabras que antes fueron dichas por los apóstoles de nuestro Señor Jesucristo” (Judas 17; Ver también Hb.2.1-4). Esa “fe dada una vez a los santos” era considerada, desde muy temprano como “la doctrina de los Apóstoles” (Ver, Hch. 2.42)
No era cuestión, entonces, de apuntarse a las novedades que iban apareciendo (¡ya en esa época tan temprana!) tal y como puede apreciarse en el contexto de esta breve carta de Judas y en casi todas las epístolas. No era cuestión de que hubiera “varios cristianismos” como se oye decir hoy día por acá o por allá. La verdad era que unos hombres fueron llamados para que fueran testigos de lo que habían “visto y oído” (Hch.2.21.26; 4.19-20; 10.39); pero como siempre pasó a lo largo de la historia de la revelación divina, otros no llamados por Dios pretendieron ser lo que no eran. Por eso incluso aunque muchos de ellos podrían ser incluso “bien intencionados” la iglesia primitiva los señaló y los rechazó como fraudulentos. (Filp.3.1; 1J.5.1-3). No hay más.
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De ahí que ante otros que enseñaban otras cosas contrarias a la fe de Cristo, el apóstol Pablo dijera: “A mí no me es molesto escribiros las mismas cosas, y para vosotros es seguro” (Fip.3.1). “Las mismas cosas”, dice el apóstol Pablo, traen “seguridad” al creyente (“y para vosotros es seguro”); mientras que apartarse de ellas, tergiversarlas, mutilarlas o añadirles, nos llevarán por el camino del engaño, el error y, finalmente, acarrearía nuestra propia ruina (Fil.3.18-19; Ef.4.14-15; Mat.7.24-27; 2P.3.15-16)
De igual manera actuó el apóstol Pedro, el cual en otro contexto parecido al del apóstol Pablo, de engaño y oposición (2ªP. Cps.2 y 3) quiso esforzarse a fondo para recordar, mediante su ministerio oral y escrito, “estas cosas, aunque vosotros las sepáis y estéis confirmados en la verdad presente” (2ªPd.1.12).
“Estas cosas” a las cuales se refiere el apóstol Pedro, hacen referencia a las que había mencionado antes: “Las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad” (“todo lo necesario para vivir una vida piadosa”. -Versión, La Palabra-; 2ªP.1.3). Tales “cosas” a continuación las califica como, “la verdad presente”. “Verdad presente” que ya había sido revelada, dada y completada “en el Hijo” (He.1.1-2). En esa verdad, dice Pedro, somos “confirmados” dado que fue transmitida fielmente, sin recurrir a “fábulas artificiosas” (“leyendas fantásticas” –Versión, La Palabra -2ªP.1.16-18). Como dijimos más arriba, desestimar esta “verdad presente”, acarreará ruina más allá de lo que el ser humano que la conoce y la rechaza, puede imaginar. (2ªP.3.9,16).
Por tanto ya no hay más revelación nueva respecto de la salvación eterna y norma de conducta, sino el conocimiento de la que, en Jesucristo “ha sido dada una vez a los santos”.
¿Más revelaciones? ¡No! No necesitamos recibir más revelaciones que la que “ya ha sido dada una vez” por medio de Jesucristo y registrada en las S. Escrituras. Es por esa razón que el mismo Judas, añadió:
“Pero vosotros, amados, tened memoria de las palabras que antes fueron dichas por los apóstoles de nuestro Señor Jesucristo” (Judas.17)
Esa también fue la razón por la cual la Reforma Protestante del Siglo XVI se llevó a cabo. Hastiados de tradiciones y prácticas de hombres introducidas por la Iglesia Católica Romana a lo largo de los siglos, y que mantenían a las gentes en oscuridad espiritual, en la superstición y en el temor que ellos mismos producían para controlar a las almas, levantaron la bandera de los cinco lemas o, “cinco solas”; uno de los cuales era “sola Escritura”. Todo con la finalidad de que, cuanto no fuera enseñado en las Sagradas Escrituras o estuviera en contra de ellas en materia de salvación y norma de conducta, debía -¡y debe!- ser rechazado.
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Hoy día hemos de actuar exactamente lo mismo frente a aquellos que nieguen, quiten o añadan a los grandes hechos de la Revelación divina, como el nacimiento virginal de Jesús, su divinidad, su muerte expiatoria y redentora, su resurrección y exaltación a los cielos, así como su segunda venida en gloria y el juicio venidero que tendrá lugar a efectos de salvación y condenación, etc. Hoy como ayer hemos de tener el mismo convencimiento y actitud de fe, si queremos gozar de las bendiciones del mensaje que Jesucristo nos dejó. Por eso se nos advierte acerca de “no menospreciar una salvación tan grande”, que nos fue anunciada y dada ya una vez, a través del mensaje de Jesucristo y sus apóstoles (Heb.2.1-4). Pero también se nos exhorta a “trazar bien la palabra de verdad” (2ªTi.2.15), ya que de no hacerlo así, “torciendo las Escrituras” podría acarrear la propia perdición del que así procede, arrastrando aun a sus oyentes, o lectores (2ªP.3.15-16).
Concluimos diciendo que Dios ya ha hablado y su mensaje “ya ha sido dado una vez a los santos” (Judas 3); y cualquier mensaje dado relacionado con el tema de la salvación y vida cristiana, deberá concordar con el mensaje que por medio de Jesucristo y sus apóstoles nos fue entregado ya. De otra forma deberá ser desestimado. Por lo cual es muy importante y necesitamos revestirnos de mucha humildad para poder recibir la sabiduría que nos vendrá por la obra iluminadora del Espíritu Santo y la contribución de los ministerios puestos por el Señor a tal fin. (Ef.1.17-18; 4.11-13).
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