La gran tentación de la humanidad hoy, en un mundo insolidario y frente al gran escándalo de falta de projimidad que es la pobreza en el mundo, en un mundo en el que falta la coherencia entre la fe cristiana y la vida, es que cada cual se lance a crear y abrazar sus propios dioses que le den seguridad ante tales desengaños.
Así, hoy, muchos se lanzan a dar valores absolutos a realidades, cosas, instrumentos o, en su caso, personas, que tienen un valor coyuntural, relativo, perecedero, finito. Se lancen a dar valores a cosas que son simples medios y no fines que nos relacionen con lo absoluto, con la trascendencia, con el Dios de la vida. Esos dioses que fabricamos son ídolos y la evangelización tiene que vérselas con esa realidad contraria a la fe: la idolatría. En otras ocasiones, el ídolo lo hacemos de nosotros mismos. Falsamente nos entronizamos y queremos ser el ídolo al que otros se sometan. Es la idolatría del yo. Es el egoísmo, el egocentrismo.
Hoy, los evangélicos creemos que no tenemos el riesgo de resucitar ni adorar a los dioses paganos, al becerro de oro -decimos que ni siquiera adoramos imágenes hechas por las manos del hombre como si esos fueran los únicos ídolos posibles-. Creemos que nuestras iglesias están libres de toda idolatría, pero nos afecta la misma idolatría que, desgraciadamente, afecta a la iglesia católica y a otras confesiones religiosas.
Dentro de nuestras iglesias hay adoradores del ídolo de las riquezas,
Mamón. Muchos llevan este ídolo en sus corazones y están afanados por el bienestar económico. Hay cristianos que en nombre de Dios se lanzan a la guerra, aunque ellos nunca dirían que adoran al ídolo
Marte, pero está en los corazones de muchos llamados cristianos. Otros están preocupados por el placer de los sentidos, aunque nunca dirían ser adoradores del ídolo
Venus, pero caen presa de la idolatría del placer. Así se podría hablar de la idolatría del prestigio que nos lanza a ver la riqueza como prestigio, tendemos a ocupar los primeros puestos y ser prepotentes buscando la idolatría del prestigio, adoramos a los ídolos del poder y la fama, nos endiosamos... caemos en idolatrías diversas y, a veces, nos lanzamos a evangelizar mientras nuestros corazones siguen confiando en estos ídolos.
Por eso, cuando se habla de que la única iglesia que puede evangelizar es la iglesia evangelizada, estamos dando en la clave. Cuando decimos que el evangelista debe ser un ser evangelizado, estamos tocando una de las fibras importantes. Cuando insistimos en no salir a evangelizar sin haber abandonado antes toda idolatría y mostrar una consecuencia entre la fe y la vida, entre el anuncio y el testimonio, estamos dando pautas de auténtica evangelización.
Los evangelizadores tienen que marchar por el mundo como vivos entre los muertos, evangelios vivos que comunican con sus vidas y acciones,. Evangelizar requiere, necesariamente, un testimonio de vida. Evangelizar no es solamente repetir doctrina, no es ser, únicamente, enseñante de consignas religiosas más o menos verdaderas, evangelizar no es abrir la boca para predicar buenas enseñanzas, sino que predicar implica el abrir también nuestras vidas y que las gentes puedan leer en ellas. Palabra hecha vida, Evangelio vivo encarnado en los vivientes.
Evangelizar no es sólo una enseñanza sublime -hay demasiados maestros con lecciones aprendidas y dispuestos a enseñarlas-. Las gentes necesitan también aprender en el libro del testimonio personal, de la vida cambiada, de la acción justa y misericordiosa. El evangelio se encarna en el testimonio de vidas cambiadas que deambulan por el mundo como manos tendidas, las manos y los pies del Señor, como páginas de Evangelio vivo que se muestra al mundo con voz de denuncia y con actos de misericordia comunicando que la vida merece la pena, que hay alguien que nos ama y nos habilita para ser portadores de su Palabra, para ser antorchas que alumbran en medio de un mundo de oscuridad, para ser agentes de liberación en nuestro aquí y nuestro ahora, como buenos prójimos, y para ser agentes de comunicación de salvación para la eternidad.
Es por eso que hemos comenzado la serie diciendo que Evangelizar es más que palabras, más que la sola proclamación verbal. Evangelizar es comprometerse a vivir de tal manera que con nuestras vidas estemos desenmascarando a las idolatrías que se dan tanto dentro como fuera de la iglesia.
El evangelista evangelizado, tiene que desenmascarar ídolos asumiendo todo un compromiso activo para con los despojados y sufrientes del mundo que, a su vez, nos lance a un compromiso con la denuncia profética que también practicó Jesús. Un compromiso que nos haga ver que
evangelizar es más que dar lecciones, que no es sólo compartir algunas palabras desde nuestras plataformas o púlpitos, sino que hay que compartir la vida, ser páginas evangélicas vivientes, Evangelio vivo que nos ha de llevar, indefectiblemente, a compartir también el pan... siguiendo al Maestro.
MULTIMEDIA
Pueden escuchar aquí una
entrevista de Esperanza Suárez a Juan Simarro sobre “Los migrantes, el multiforme rostro de Dios” (audio, 8 Mb).
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