La manera de la que hacemos nuestro trabajo es la piedra de toque de nuestra cosmovisión eterna.
Yo nací en Ulm, en el sur de Alemania. Pocas personas conocen esta ciudad, donde está ubicada la mayor catedral evangélica del mundo que además ostenta otro récord: su torre se eleva hasta una altura de 161,5 metros, convirtiéndola en la torre de iglesia más alta del planeta. Mantendrá esta marca hasta que se termine finalmente la Sagrada Familia de Barcelona, que previsiblemente ocurrirá para el año 2026, superando a la vieja catedral gótica de Ulm por nada menos que 11 metros. Perderá su estatus de torre de iglesia más alta, pero seguirá siendo la mayor catedral evangélica.
Pocos saben que las obras de la catedral de Ulm, el Münster, se alargaron durante 513 años. Cuando se puso la primera piedra corría el año 1377. Eran los tiempos de John Wycliffe y de Muhammed V de Granada, que en aquel año hizo construir el Patio de los Leones en la Alhambra. Y cuando se terminó la catedral había pasado más de medio milenio. Era el año en el que Bismarck acababa de dimitir como canciller de Alemania y Cuba estaba a punto de comenzar su camino hacia la independencia.
Los constructores originales del edificio seguramente no pensaron que el fin de la obra iba a tardar tanto tiempo. Pero de lo que no tenían ninguna duda era de que no iban a vivir la inauguración del edificio terminado. Y esto no solamente es verdad en cuanto al Münster, sino a la totalidad de las grandes catedrales del mundo. Se construyeron para el futuro, para siglos venideros, como monumentos de un tiempo cuando la gente miraba más allá de la perspectiva de sus propias vidas. Son los últimos testigos de una época donde Europa -con todos sus errores y guerras fratricidas inútiles - se entendía como un continente cristiano.
[photo_footer]Münster, Catedral de Ulm. /Wikipedia[/photo_footer]
Es uno de los milagros de la Segunda Guerra Mundial que muy pocas catedrales corrieran la suerte de la de Coventry, en Inglaterra, que fue reducida a escombros por los alemanes, o la de Dresde, donde el edificio de la iglesia principal no aguantó el bombardeo de los aliados en aquella terrible noche, tres meses antes del final de la guerra. Casi todas las grandes catedrales sobrevivieron aquella hecatombe, convirtiéndose en monumentos cuyas torres nos preguntan a diario por qué hemos convertido el mensaje de Jesucristo y de su resurrección en un asunto privado que no tiene cabida en la vida pública de una civilización en fase terminal.
Hemos recibido un legado del pasado que aún a día de hoy nos inspira y nos reta.
Y esto nos lleva a la pregunta: ¿Qué dejaremos nosotros para generaciones futuras? ¿Cuál será nuestra contribución para glorificar a Dios con el trabajo de nuestras manos (y cabezas)? Cuando nos vayamos de este mundo, ¿qué herencia habremos dejado que valga la pena? No es mala idea enfrentarnos a estas preguntas con sinceridad.
La cuestión del impacto de nuestro trabajo sobre la vida de generaciones futuras nos ayuda a evaluar el fruto de nuestras manos de forma adecuada. Y precisamente esto lo convierte en algo que tiene una dimensión que va mucho más allá de simplemente ganarnos la vida: nuestro trabajo es precisamente una parte de la vida donde la eternidad roza lo temporal porque siempre tiene un aspecto escatológico. Para llegar a esta conclusión no es necesario construir una catedral. Basta con ver nuestra propia vida como una obra maestra donde diariamente seguimos construyendo para el futuro.
¿Y por qué es así? Porque trabajando formamos parte de un proyecto mucho mayor que simplemente el de cubrir gastos y pagar facturas. Como cristianos queremos moldear este mundo de tal manera que la obra de nuestras manos glorifique a Dios. Es precisamente la intención de lo que pide Moisés a Dios cuando cierra el salmo 90:
Y la obra de nuestras manos confirma sobre nosotros; sí, la obra de nuestras manos confirma.
Este aspecto escatológico tiene dos elementos: uno personal y otro general.
En lo personal siempre cabe recordar que tenemos fecha de caducidad. Cada día es un regalo y el trabajo de cada día también lo es. Olvidamos con frecuencia que a cada uno Dios le ha puesto en un sitio donde ejerce dominio según sus responsabilidades como administrador de Dios. Podemos expresar esto de forma más sencilla: no debemos permitir que nuestro entorno nos cambie para mal, sino hacer todo lo posible para que nosotros lo cambiemos para bien -y esto significa para la gloria de Dios. Como cristianos tenemos que darnos cuenta de nuestras opciones: o somos los administradores de Dios en este mundo o nos convertirnos en esclavos de un sistema que excluye a Dios. La decisión no depende de nuestras posibilidades o de nuestro trabajo, sino de nuestra actitud y de nuestra auto-consciencia como hijos de Dios. Esto se aplica a todo lo que hacemos. Como creyentes nos preparamos para el futuro, glorificando y honrando a Dios y no alimentando a nuestros propios egos y construyendo nuestros pequeños reinos de taifas.
La Biblia nos advierte de un error garrafal, que es aquel del rico insensato en Lucas 12. Su problema no era su riqueza, sino su insensatez. El que acumula bienes materiales con intenciones egoístas que excluyen a Dios al final ni lo va a disfrutar ni va a dejar nada que valga la pena. De allí la pregunta del Señor: “lo que has provisto ¿de quién será?”. El impacto futuro de este hombre era nulo, porque carecía de bendición divina. Al parecer ni siquiera tenía herederos.
Pero hay un segundo aspecto: la escatología general. Traté de esclarecer este tema en algún artículo anterior: nuestra escatología condiciona la manera de la cual trabajamos y qué sentido tiene nuestro trabajo. Jesucristo volverá al final de los tiempos y, mientras tanto, somos llamados a participar en la conquista de este mundo para él. Ninguna parábola lo expresa mejor que la de las diez minas en Lucas 19:11-27. El futuro rey encarga a diez de sus siervos la administración de lo suyo. Literalmente les dice: “negociad entre tanto que vengo” (v. 13). El verbo usado viene del mundo del comercio y significa “ocuparse del negocio, trabajar duro”. Tienen que hacerlo en medio de un entorno hostil. La actitud de la mayoría su país se expresa en el lema: “no queremos que este reine sobre nosotros” (v. 14). Y esto significa que los diez administradores no lo tienen fácil. Tienen que llevar a cabo su trabajo en contra de una fuerte oposición. Pero lo hacen con éxito. Salvo uno.
Llega el momento cuando el hombre noble vuelve. Ahora es el rey del país. Uno tras otro de los administradores son convocados por el rey para rendir cuentas a su soberano. Y ahora viene lo sorprendente: como recompensa de su trabajo y su emprendimiento, el nuevo rey les da más responsabilidades en su reino.
Independientemente de nuestra cosmovisión escatológica -los famosos modelos de pre, post, y amilenialismo- una cosa queda fuera de duda: la manera de las que hacemos nuestro trabajo tendrá consecuencias eternas. Nuestras responsabilidades en el nuevo mundo tendrán algo que ver con la calidad de nuestro trabajo en este. Por eso, Pablo advirtió a los esclavos de su tiempo: “y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres”. No se trata de nosotros. Se trata del Señor.
Nuestro trabajo no es en vano en el Señor. Y esto nos inspira, nos anima, nos ayuda a sacar fuerzas y a aguantar momentos difíciles en nuestros trabajos. La manera de la que hacemos nuestro trabajo es la piedra de toque de nuestra cosmovisión eterna.
Y finalmente se cumplirá la palabra de Apocalipsis 14:13: “…descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen”.
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