La Reforma redescubre el incomparable consuelo que nos proporciona contemplar a Dios como nuestro Padre.
Nunca entenderemos la Reforma Protestante si no apreciamos su marcado carácter pastoral. La consideración y el cuidado de las personas, desde las Escrituras, y para la gloria de Dios, es una de las señas de identidad de la renovación eclesial que sacudió a Europa en el siglo XVI.
Tenemos que tener presente que, a finales de la Edad Media, buena parte de la sociedad se encontraba sumida en un estado de profunda angustia vital. Se vivía o, más bien, se convivía con muchos temores: entre ellos destacaba el temor a la muerte y al posterior juicio de Dios. Ese viaje final aparece como muy brutal y cercano. Entre las múltiples razones que explican estos miedos se podría destacar, por poner un ejemplo que nos conecta con nuestra propia actualidad, los incesantes rebrotes de peste que todavía asolaban Europa, y que sin llegar a las dimensiones de la Peste Negra que alcanzó su punto álgido en 1349, no cesaban de recordar al hombre medieval su fragilidad y la brevedad de sus días sobre la faz de la tierra. Fred Kim, Doctor en Historia de la Edad Media y de la Reforma nos recuerda que: “En el siglo XVI la típica ciudad europea experimentaba, de media, un brote de plaga cada diez años”. Por no hablar de las incesantes hambrunas, sequías o las guerras que también eran fenómenos recurrentes.
[destacate]La Reforma redescubre el incomparable consuelo que nos proporciona contemplar a Dios como nuestro Padre[/destacate]Ante semejante situación, la respuesta pastoral de la iglesia medieval dejaba mucho que desear. La incitación a confiar en la intercesión de santos, o en la virgen, o recurrir a la compra de las indulgencias, no podía acallar la poderosa voz interna de una conciencia culpable y temerosa de la muerte y sus consecuencias. Y es que estos y otros remedios medievales no podían atajar el mal fundamental del ser humano, el desasosiego ante la incertidumbre de la muerte. Frente a este estado de cosas, la Reforma redescubre el incomparable consuelo que nos proporciona contemplar a Dios como nuestro Padre. Es evidente que la afirmación de Dios como Padre figuraba en el Credo Apostólico, y en la oración que Jesús dejó como modelo a su iglesia, precisamente conocida como el Padrenuestro. Pero fue la Reforma la que, por su retorno a la preeminencia del texto bíblico en la iglesia, mostró el inestimable valor pastoral de la confesión de Dios como nuestro Padre. Así lo ponen de manifiesto los primeros escritos y confesiones de fe de la Reforma. Pero lo distintivo de la Reforma consiste en colocar al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo en el mismo centro del escenario, para que, desde ese lugar destacado, dirija toda la vida cristiana. Es el teocentrismo de la Reforma Protestante, y que, justamente por dar la primacía a Dios, proporciona un verdadero consuelo a la iglesia.
De entrada, y aunque podemos encontrar textos que apuntan a la paternidad de Dios en el Antiguo Testamento, es en el Nuevo Testamento donde encontramos completamente desarrollada la revelación de Dios como Padre. La importancia de llamar a Dios Padre nace de un estudio cuidadoso del Nuevo Testamento. Por eso, reflexionando sobre los nombres de Dios en toda la Biblia, Herman Bavinck aseveraba que: “el nombre Padre es ahora el nombre común de Dios en el Nuevo Testamento. Este nombre es la suprema revelación de Dios”. Tiene por eso razón Joachim Jeremías cuando sostenía que la exclamación Abba Padre: “contiene nuclearmente el mensaje de Jesús y su afirmación mesiánica”. Jesús invoca así a su Padre y es igualmente la manera en la que sus discípulos lo hacen: Marcos 14.36; Romanos 8.15 y Gálatas 4.6. Por consiguiente tiene igualmente razón J.I. Packer cuando afirma que: “resumimos la totalidad de la religión neotestamentaria cuando la describimos como el conocimiento de Dios como nuestro Padre”. Pues bien, esta insistencia en prestar atención a Dios como nuestro Padre, como el núcleo mismo de la fe cristiana, no es solo un desarrollo teológico actual. De hecho, hunde sus raíces en la Reforma del siglo XVI, en el contexto de la recuperación del consuelo que nos proporcionan las Escrituras. Veamos algunos de los modos en que se abordó la confesión de Dios como Padre en la Reforma.
De entrada, los reformadores afirmaron que cuando confesamos a Dios como nuestro Padre, estamos al mismo tiempo declarando que Cristo es nuestro Señor y Salvador. Esto no puede sorprendernos pues uno de los lemas de la Reforma es que Solo Cristo salva. Así, según Juan Calvino, cuando decimos Padre nuestro estamos orando en el nombre de Jesús. Y es que la confesión de Dios como nuestro Padre, en Cristo, surge de la eterna relación entre el Padre y el Hijo. Es el evangelista Juan el que con más frecuencia muestra esa relación del Hijo con el Padre en sus dimensiones eternas y temporales. El Padre ama al Hijo, 5.20 y este al Padre, 14.31. Cristo vino para hacer la voluntad del Padre que le había enviado, Juan 5.30 y 6.38-40. Y la voluntad de Dios es que todos honren a su Hijo como honran al Padre,5.23. En esa disposición divina somos salvos, pues la determinación del Padre era que su Hijo muriera en la cruz a favor de los pecadores, para que estos pudieran ser salvos por la fe en el Señor Jesús. Confesar a Dios como nuestro Padre, es, pues, de entrada, declarar a Dios como el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. En la obra de salvación vemos la íntima unidad del Padre y del Hijo. Cristo nos muestra, pues, al Padre en su propia Persona y obra, Juan 14.9. Es en El que nos acercamos al Padre: “Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí”, Juan 14.6. Pero si reconocemos a Dios como nuestro Padre en el Hijo entonces la Escritura enseña que somos hijos de Dios: “En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios”, Juan 1.10-13. Notemos aquí que no todos son hijos de Dios. Es necesario recibir a Jesús, creer en El, para ser hechos hijos de Dios.
[destacate]La realidad de ser hijos de Dios y de tenerle como Padre es “ el privilegio más grande que ofrece el evangelio”[/destacate]Tenemos aquí la gran doctrina de la adopción. El hecho de que por la fe en Cristo venimos a formar parte de la familia de Dios, que somos hechos hijos adoptivos de Dios, Gálatas 4.7. Juan Calvino destaca que Cristo nos redimió con su sangre en la cruz: “para que gozásemos del privilegio de hijos”. Estos se resumen en: “confianza y seguridad” que nos son otorgadas, como dice Pablo, por la presencia en nosotros del Espíritu Santo, al que significativamente llama el Espíritu de adopción, Romanos 8.15. En este sentido, es muy significativo que el Señor Jesús llame al Espíritu Santo la promesa de mi Padre, Lucas 24.49. Tenemos, pues, aquí una primera conclusión pastoral, a saber, que el cristiano, porque es hijo de Dios, obtiene de ese mismo hecho la certeza de su salvación. Pero nuevamente debemos apreciar la íntima relación con el Señor Jesucristo. En un precioso y profundo pasaje Calvino dice: “ Con estas arras de que el que es Hijo de Dios por naturaleza ha tomado un cuerpo semejante al nuestro y se ha hecho carne de nuestra carne y hueso de nuestros huesos, para ser una misma cosa con nosotros, poseemos una firmísima confianza de que también nosotros somos hijos de Dios; ya que Él no ha desdeñado tomar como suyo lo que era nuestro, para que, a su vez, lo que era suyo nos perteneciera a nosotros; y de esa manera ser juntamente con nosotros Hijo de Dios e Hijo del hombre. De aquí procede aquella santa fraternidad que Él mismo nos enseña, diciendo: "Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios" (Juan.20, 17). Aquí radica la certeza de nuestra herencia del reino de los cielos; en que nos adopte como hermanos suyos, parque si somos hermanos, se sigue que juntamente con Él somos herederos (Romanos. 8.17)”. Por tanto la realidad de ser hijos de Dios y de tenerle como Padre es, en palabras de J.I.Packer: “ el privilegio más grande que ofrece el evangelio”. En este sentido, la definición más sencilla de lo que es un cristiano nos la proporciona este mismo autor: “cristiano es aquel que tiene a Dios por Padre”. ¿Es Dios tu Padre celestial?
Y es sobre la base de este trato familiar con Dios que el cristiano contempla todo lo que acontece en su vida. Quizás sea éste el aspecto más distintivo y pastoral de la confesión de Dios como nuestro Padre que aparece en la Reforma. Y es que esa relación salvadora con Dios como nuestro Padre en Cristo, nos conduce de un modo natural a vislumbrar al Padre en todas las vicisitudes de nuestra existencia. Esto aparece de un manera muy destacada, por ejemplo, en el catecismo de Heidelberg. Así leemos en su primera pregunta y respuesta: “ Pregunta: ¿Cuál es tu único consuelo tanto en la vida como en la muerte? Respuesta: Que yo, con cuerpo y alma, tanto en la vida como en la muerte no me pertenezco a mí mismo sino a mi fiel Salvador Jesucristo, que me libró del poder del diablo, satisfaciendo enteramente con preciosa sangre por todos mis pecados, y me guarda de tal manera que sin la voluntad de mi Padre celestial ni un solo cabello de mi cabeza puede caer antes es necesario que todas las cosas sirvan para mi salvación”. O en pregunta 26: “: ¿Qué crees cuando dices: creo en Dios Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra? Respuesta: Creo en el Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien de la nada creó el cielo y de la tierra, con todo lo que en ellos hay, sustentándolo y gobernándolo todo por su eterno consejo y providencia, es mi Dios y mi Padre por amor de su hijo Jesucristo. En él confío de tal manera que no dudo de que me proveerá de todo lo necesario para mi alma y mi cuerpo. Y aún más, creo que todos los males que puedo sufrir por su voluntad, en este valle de lágrimas, los convertirá en bien para mi salvación. El puede hacerlo como Dios todopoderoso, y quiere hacerlo como Padre benigno y fiel”. O en la siguiente pregunta la 27: “¿Qué es la providencia de Dios? Respuesta: Es el poder de Dios omnipotente y presente en todo lugar, por el cual sustenta y gobierna el cielo, la tierra y todas las criaturas de tal manera, que todo lo que la tierra produce, la lluvia y la sequía, la fertilidad y la esterilidad, la comida y la bebida, la salud y la enfermedad, riquezas y pobrezas, y finalmente todas las cosas no acontecen sin razón alguna como por azar, sino por su consejo y voluntad paternal”.
Quisiera resaltar varias cosas. Para empezar, cuando Dios es nuestro Padre, nos salva y cuida de una manera integral. Su provisión es para el alma y para el cuerpo. Asimismo que todo en nuestra vida, ya sea malo o bueno, está en manos de un Padre benigno y fiel, es decir, no estamos en manos de un destino ignoto, o de la fortuna, sino en las de uno que nos ama en Su Hijo como Padre. No somos llamados a entender completamente lo que nos sucede o las razones por las que las cosas tienen lugar, pero si a tener fe en un Dios es que para nosotros un Padre. Un Padre sabio y Todopoderoso que controla todo para su gloria y el bien de su iglesia.
Y esto también es lo que debe aliviarnos a nosotros hoy al afrontar las cotidianas incertidumbres de nuestra propia vida. El Padre que nos salva de la condenación eterna, es el Padre que cuida de nosotros, ya sea en medio de las consecuencias temporales de la pandemia, o cualquiera otras circunstancias por las que tengamos que pasar. Cuando Dios es nuestro Padre, entonces todo lo que nos acaece está dentro de los parámetros de su cuidado paterno. Ser cristiano, pues, es ahondar en esa relación filial con nuestro Padre celestial en Cristo, hasta el punto de poder arrostrar todo lo que venga con plena confianza. Nuestro Dios es un Padre que nunca nos fallará. Por tanto, cada vez que invoquemos a Dios como Padre, traigamos al corazón el gozo de ser sus hijos en Cristo. ¡“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación”! 2ª Corintios 1.3.
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