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Doña Engracia estaba enfadada

En sus músculos, ya cargados de años, sintió una extraña llamada a no, no callarse, sino levantarse y hacer lo que estaba pensando.

AMOR Y CONTEXTO AUTOR 24/Noa_Alarcon_Melchor 26 DE JULIO DE 2021 11:35 h
Foto de [link]Roman Kraft[/link] en Unsplash.

Doña Engracia estaba enfadada. No era el típico enfado de cuando se le caía el agua del cubo de fregar por torpe, ni el enfado de cuando se estropeaba, de nuevo, la antena de televisión del edificio. Este era el enfado de cuando los chavales se ponían a hacer carreras con sus motos de madrugada por la avenida de delante de su casa, y había que llamar a la policía; el enfado de ver cómo se reían cuando le gritaban al chico negro de la tienda de comestibles de debajo de casa que se lavase, que estaba sucio. Con lo majo que era ese chico, lo servicial, lo atento y lo agradable que era siempre. Que le gritasen cosas feas por su color de piel y nadie dijera nada, ni le defendiera, más que ella y otras cuantas viejas del barrio que poco o nada podían hacer, le provocaba una sensación que soportaba difícilmente. No era solo enfado, era impotencia. Doña Engracia, a estas alturas de su vida, después de tantas cosas vividas (sobre todo en los últimos años, en que había visto cómo estas situaciones se multiplicaban como malas hierbas en un jardín sin cuidados) había llegado a llamar a aquella clase de enfados “sucursales de la ira santa de Dios”.



Nunca había terminado de creer en la ira de Dios, hasta que se topó de bruces con aquella clase de injusticia que se iba asentando en los espacios comunes, donde antes no tenía cabida. No era justo que el chico de la tienda se aguantara las lágrimas que le provocaban los insultos que le pintaban en la verja. No era justo que sus sobrinas no se atrevieran a volver solas un poco más tarde a casa, ni siquiera del trabajo, porque los de las motos las agredían. Y, llegados a este punto, no era justo que nadie les dijera nada. Ni era justo que, cuando en la asociación de vecinos hablaban con el ayuntamiento, o con el concejal, o con cualquiera que tuviera un poco de autoridad para poner freno al asunto, se rieran de ellas y les dijeran que no era para tanto.



Nunca era “para tanto” para los mismos, qué casualidad, los que no tenían que lidiar con esa clase de injusticia. Para ellos no existía.



Sabía que, probablemente, el enfado que tenía ahora lo venía acumulando de todas estas veces pasadas en que la impotencia se le acababa enfriando en el alma de no poder resolverla. Así que se lo pensó unos segundos, tomó aire y lanzó una de esas oraciones que no son más que un grito de angustia. “¿Me callo, Señor? ¿Será mejor?”, le salió del alma. Y en sus músculos, ya cargados de años, sintió una extraña llamada a no, no callarse, sino levantarse y hacer lo que estaba pensando.



Llevaban ya un buen rato en la reunión de estudio bíblico. Como todos los viernes, se habían reunido para leer la Biblia y conversar, y era una actividad de las más santas y agradables de la semana. Pero, desde hacía un tiempo, aquella sensación de injusticia también se había instalado allí. Le habían pedido a uno de los misioneros nuevos que habían llegado a la iglesia que se encargara él de llevar el estudio. Doña Engracia había conocido a muchos misioneros de paso y al principio pensó que era uno más: con buenas intenciones y la iniciativa propia de la juventud. Pero poco a poco se fue dando cuenta (ella y el resto de los asistentes, sobre todo las señoras) de que a aquel pájaro cojeaba de una pata. Le iba mucho hablar del deber, de la ley, de humillarse, de obedecer. Para él, no obedecíamos lo suficiente para agradar a Dios, nunca. Nunca era suficiente. Y empezó a proponer cosas que nunca se habían hecho en la iglesia, viejas costumbres perdidas. Y no pasaba nada por recuperar el viejo himnario, o desempolvar el órgano. Pero cuando empezó a decir que quizá las mujeres debían vestir más acorde con su fe, que según él era volver a llevar falda y dejar los pantalones a los hombres, doña Engracia no se calló.



—Chico —le dijo, en medio del estudio bíblico—, yo llevaba ya pantalones antes de que tú nacieras, y nadie me va a obligar a ponerme una falda si no quiero, y mucho menos para entrar a mi iglesia.



—No, no, señora Engracia… —se disculpó él, en seguida—. No es eso de lo que hablo, solo pienso en cosas que hemos perdido con los años, que quizá sea mejor…



No, claro, nunca lo decía en serio. Nunca pasaba nada. Pero aquel discurso, de repente, poco a poco, iba calando en la gente. En sus hermanos, sobre todo los hombres, que ahora se atrevían a decir cosas que le recordaban a los chicos de las motos de su barrio: ¿por qué nadie les decía que eso era una barbaridad? Si las mujeres debían siempre seguir el ejemplo de los hombres, como aseguraban, si eran ellos los que tenían el deber de tener la iniciativa, y las mujeres que tenían iniciativa estaban ahí, rozando la zona grisácea del pecado, según ellos, ¿por qué estos hombres nunca tenían la iniciativa de venir un rato antes a preparar el café para el estudio, y siempre lo hacían ellas, las mujeres? ¿Por qué su deber otorgado por Dios se acababa en el momento de llegar a mesa puesta?



Y ahí estaba Manuel, al que ella había conocido como bebé en la iglesia, con la cara más dura del mundo, asintiendo a las palabras del misionero y diciendo que él también llevaba tiempo pensando si no sería lo bíblico, lo bueno, lo santo, que las mujeres empezaran a llevar velo en la iglesia.



—Es que no me quito de la cabeza que eso es lo que dice la Biblia —aseguraba Manuel, y el misionero asentía. 



—La Biblia dice muchas cosas, y no dice muchas otras, Manuel —le dijo doña Engracia—. Hay que tener eso que llaman discernimiento para saber diferenciar qué es de Dios y qué no.



—Ya, Engracia, pero la Biblia hay que tomarla literalmente, ¿no? —se envalentonó Manuel—. Porque si no obedecemos a Dios en lo que nos dice tan claramente, ¿cómo vamos a saber que somos buenos cristianos?



—Manuel, no me voy a poner velo —sentenció doña Engracia.



—Pues a lo mejor por esa cabezonería vuestra es por la que la iglesia está en declive —le señaló Manuel.



Y entonces fue cuando doña Engracia oró y se puso en pie, se acercó a Manuel y le quitó el café de la mesa. Lo llevó a la mesita del fondo, y volvió a sentarse.



—¿Qué haces? —le preguntó él, molesto—. No me lo había terminado.



—Ah, es que tenemos que ser literales, Manuel —dijo doña Engracia.



—¿De qué hablas?



—En la Biblia no dice nada del café. No sale ni una vez. De hecho, el café es un invento moderno. ¿Cómo sabes tú que tomando café, que no es bíblico, no estás ofendiendo a Dios?



—Por el amor de Dios, Engracia… 



—No, precisamente, por el amor de Dios. Tú quieres ser literal, y yo te estoy ayudando a ser literal.



—Estás torciendo mis palabras. Esto no es lo mismo.



—¿Por qué no es lo mismo?



Manuel balbuceó, y el misionero se sentía completamente perdido y mudo en aquel intercambio, al igual que el resto de la gente que compartía la mesa.



—A ver… —intentó juntar Manuel sus ideas—, lo del velo sale en la Biblia como algo que está bien en las reuniones de iglesia, y el café es una costumbre que tenemos nosotros y que no tiene nada de malo ni de bueno, ¿no?



—¿Y tú cómo estás tan convencido de que lo del velo no es también una costumbre que tenían entonces y que no tiene nada ni de malo ni de bueno delante de Dios? ¿Tú cómo diferencias la literalidad del café de la del velo?



—Eh… 



Manuel titubeó, pero no añadió nada más. Doña Engracia no supo si de verdad se había pasado un poco, pero no quería humillarle, solo hacerle reaccionar.



¿Alguien más quiere ser un literalista? Yo me llevo sus cafés, no hay problema —bromeó doña Engracia en voz alta, mirando a los asistentes. Todos estaban consternados, pero Juanita le sonreía, y eso le bastó—. Ya decía yo.



Se levantó, fue hasta la mesa del fondo y le devolvió el café a Manuel, después de darle una palmadita cariñosa en la espalda.


 

 


4
COMENTARIOS

    Si quieres comentar o

 

EZEQUIEL JOB EZEQUIEL
30/07/2021
14:11 h
4
 
En La Biblia, los mandatos mayormente son PERSONALES, qué debemos hacer, pensar, decir, etc., en todo lugar donde nos encontremos; en el hogar, trabajo, sociedad, iglesia, es decir el cristianismo es FORMA DE VIDA PERSONAL. El problema es que el cristianismo lo hemos reducido a una vida de iglesia, a un ritualismo de cuatro paredes, y el mensaje de Dios lo hemos secuestrado en el púlpito, olvidándonos que Dios habla a cada uno en particular en la Palabra y la conciencia, todos los días. (Jos1:8)
 

David Martin
29/07/2021
21:27 h
3
 
Tener discernimiento para saber qué es de Dios y qué no… ¡¡¡dentro de la Biblia!!! Nos vamos superando. Que la Biblia dice algo que a mí no me gusta o a lo que no quiero obedecer y someterme… ¡pues digo que eso “no es de Dios”. Ole, ole y ole
 

Carme
27/07/2021
14:52 h
2
 
Bueno, como cuento está gracioso....sin más calado.
 

Daniel
27/07/2021
10:46 h
1
 
Espero que sea ficción... porque si esto es una realidad tenemos que empezar ya a cuestionarnos qué estamos haciendo o hacia dónde estamos yendo.
 



 
 
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