Lo aprendido y vivenciado en la comunidad eclesial de la que formamos parte indudablemente contribuye a nuestra formación como personas de fe. Un artículo de Analía Saracco.
En la última década, el problema de la violencia de género ha cobrado gran visibilidad a través de los medios de comunicación y de distintos movimientos que surgieron para enfrentar y repudiar estos comportamientos abusivos. Muchas veces, como sociedad, hemos “enmascarado” y naturalizado distintas formas de violencia.
Exteriormente, es probable que las personas expresen su acuerdo con las campañas de prevención de la violencia de género, pero posiblemente si examinamos su conducta diaria encontraremos acciones que contradicen esos postulados. Muy a menudo, ya sea de una manera consciente o inconsciente a través de nuestro lenguaje, decisiones u omisiones, acentuamos esta violencia de género, especialmente contra las mujeres, en sociedades donde predomina una cultura patriarcal. Esto es evidente en las altas tasas de femicidios a nivel mundial.
Desde el momento en que nacemos, y a medida que crecemos, somos bombardeados por una infinidad de mensajes acerca de cómo debería ser una niña y un niño y luego qué roles les corresponde ejercer a cada uno cuando llegan a la adultez. Las mujeres son estereotipadas como sensibles, sumisas, dependientes y débiles, con menor capacidad que los hombres para desarrollar tareas que requieran liderazgo. Se dice que “la mujer es un ser inferior” y se la responsabiliza por la violencia que sufre con frases tales como “ella tiene la culpa” o “algo habrá hecho”.
De esta manera, como sociedad, estamos naturalizando la violencia mediante el lenguaje. ¡Las palabras son tan importantes! Lo que sale de nuestra boca envía mensajes que afectan la vida del otro para afirmar, edificar, ayudar, estimular y desafiar, pero también para lastimar, desanimar y destruir. Cada palabra que decimos influye en la vida del otro, para bien o para mal. No es solo lo que decimos lo que afecta la vida de las personas que nos rodean, especialmente aquellas sobre las que tenemos influencia, sino también el lenguaje que usamos para comunicar lo que queremos decir.
Las iglesias evangélicas, como parte de la sociedad, no están exentas de la problemática social de la violencia de género. Hay dos aspectos que considero fundamentales con relación a este tema en las comunidades de fe. Por un lado, no estamos exentos, porque las personas de la iglesia pueden padecer este tipo de violencia en sus hogares, en sus trabajos y en distintas situaciones de la vida cotidiana. Pero, por otro lado, esta problemática está también presente en el discurso de quienes lideran las comunidades de fe.
Algunas comunidades de fe actúan como facilitadoras de la violencia, sin que esto sea necesariamente intencional. El patriarcado es un discurso ideológico predominante en algunas iglesias evangélicas. Las mujeres deben “amoldarse” al trato de los hombres y someterse a su autoridad. Tales actitudes son justificadas como bíblicas y acordes con la voluntad de Dios.
¿De qué manera pueden actuar las iglesias como facilitadoras de la violencia contra las mujeres?
En primer lugar, mediante un sistema de jerarquías en donde hombres y mujeres no pueden ejercer roles iguales. Los hombres son colocados en posiciones de autoridad y toma de decisiones, mientras que a las mujeres que desean ejercer esos mismos roles no se les permite hacerlo. Por ejemplo, al no permitir que las mujeres prediquen o dirijan, damos por sentada cierta “superioridad” del hombre, que luego mantiene la misma postura en el hogar. Por el contrario, podemos encontrar roles estereotipados de las mujeres dentro de las iglesias, como ser maestras de escuela dominical, coordinadoras de grupos de oración o cocineras.[1]
En segundo lugar, en algunos casos la violencia de género puede sustentarse en la aplicación de ciertos textos de forma directa sin considerar el marco cultural en el que se dieron y cómo éste afecta su aplicación. Por ejemplo, afirmar que el hombre es el “cabeza de la mujer” puede servir, en una cultura patriarcal, para legitimar la superioridad del hombre sobre la mujer. Ciertamente, esa no era la intención del texto original. Una interpretación literal no siempre es fiel al mensaje que el texto pretende transmitir, y corremos el riesgo de establecer dogmas que afectan la dignidad humana.[2]
En tercer lugar, se facilita la violencia mediante la falta de información en las iglesias sobre la violencia de género. Si no se habla y no se profundiza sobre esta problemática social, puede dar lugar a diferentes formas de ejercer la violencia, muchas de las cuales pueden ser muy sutiles, atentando sin embargo contra la dignidad humana.
Por último, se puede fomentar la violencia “espiritualizando” situaciones que requieren ayuda y tratamiento urgentes. Se cree que el agresor deja de ser violento de manera milagrosa por el solo poder de la oración. Sin duda, Dios puede cambiar de manera completa y milagrosa a las personas y revertir situaciones complejas pero, mientras oramos, también debemos actuar. Es decir, buscar ayuda profesional de personas capacitadas en la temática y tomar las medidas necesarias para preservar la vida y la dignidad de quienes son víctimas de la violencia.
La vida de las personas está condicionada, entre otras cosas, por los conocimientos adquiridos y la información recibida a lo largo de la vida. El aprendizaje obtenido en los diferentes ámbitos en donde nos desarrollamos y crecemos se traduce posteriormente en nuestras actitudes y en nuestra forma de pensar y actuar. Lo aprendido y vivenciado en la comunidad eclesial de la que formamos parte indudablemente contribuye a nuestra formación como personas de fe. La enseñanza que emerge de algunos pastores y líderes se reproduce luego en el discurso en quienes forman parte de esa comunidad, tanto en quienes se posicionan en un lugar de superioridad como en quienes la aceptan de manera sumisa.
Es un desafío para la pastoral poder ayudar a prevenir la violencia de género, detectarla a tiempo, acompañar a quienes la atraviesan, ser agentes de paz y no actuar como facilitadores de ella.
Quisiera señalar tres acciones clave:
Primero, transformar las creencias a nivel de liderazgo[3]
Muchos de los que están al frente de iglesias —pastores, líderes de ministerios y otros— piensan que todo es como ellos creen y que, por lo tanto, debe seguir siendo así. El problema se debe trabajar desde la raíz, es decir, transformando estas creencias, para luego cambiar comportamientos y discursos. Una forma de lograr esto es a través de una capacitación integral del liderazgo[4] que incluya la comprensión de los problemas de justicia social relacionados con el género por parte de profesionales.
Segundo, reflejar la igualdad de manera concreta en la vida diaria de la iglesia
Formar parte de una iglesia en la que se promueva la igualdad en las relaciones entre hombres y mujeres. Por ejemplo, tener tanto hombres como mujeres en puestos de autoridad, ejerciendo la toma de decisiones y asumiendo el papel de un pastor, allanará el camino para no naturalizar la violencia.
Tercero, revisar la presencia de los temas relacionados con el género en las celebraciones litúrgicas
Los temas de violencia de género deben ser discutidos y enseñados abiertamente en la rutina diaria de la vida eclesial. Es fundamental estar informados, entender cuáles son los temas, los diferentes tipos de comportamientos violentos, y brindar herramientas prácticas para detectarla, políticas de salvaguardia contra ella y no naturalizarla.
La dignidad humana debe estar por encima de cualquier mandato religioso. Si podemos demostrarlo en las comunidades de fe de manera concreta, seguramente seremos agentes de paz y crearemos un espacio donde mujeres y hombres puedan sentirse seguros, amados y respetados.
Como explica Elsa Támez, la Biblia, interpretada androcéntrica y patriarcalmente, ha sido una fuente de legitimación para marginar a las mujeres en la iglesia y en la teología.[5] Pero también hemos visto que, cuando se la lee desde la perspectiva de los oprimidos y marginados, ha sido una fuente de liberación y vida para muchos, incluidas las mujeres. Cuando se aplica a la iglesia, las comunidades de fe podemos ser lugares de acogida, amor, contención y liberación. “Permitamos que los varones y las mujeres reflejemos nuestra constitución humana original, es decir: ‘Ser a imagen y semejanza de Dios’”, nos exhorta Elsa Támez.[6]
Jesús nos dejó el mejor modelo a imitar. Necesitamos ser humildes y reconocer como iglesias que hemos fallado. No podemos retroceder en el tiempo y borrar todo lo que se podría haber evitado, pero la buena noticia es que podemos cambiar la realidad de muchas mujeres a partir de ahora.
Analía Saracco es la directora del Instituto Nacional de Capellanías del Instituto Teológico FIET, en Argentina. Es licenciada en Relaciones Públicas y tiene un máster en teología en el South African Theological Seminary.
Este artículo se publicó por primera vez en la web del Movimiento Lausana y se ha reproducido con permiso.
Notas
[1] Nota del editor: El Compromiso de Ciudad del Cabo, section II F 3, sobre "Hombres y mujeres en asociación", reconoce las diferentes interpretaciones bíblicas dentro del Movimiento de Lausana sobre roles específicos masculinos y femeninos, pero proporciona principios para un compromiso positivo en nombre del evangelio. ↑
[2] Nota del edior: Dentro del cristianismo evangélico, existe un espectro de posiciones teológicas sobre la relación entre hombres y mujeres, incluidas algunas descritas como complementariedad e igualitarismo. Desde algunas perspectivas, una aplicación literal de algunos pasajes puede resultar en una disminución de la dignidad de la mujer.. ↑
[3] Robert Dilts, Changing Belief Systems with NLP (California: Dilts Strategy Group, 2018). ↑
[4] Nota del editor: Ver el artículo de Mary Ho “La cultura trascendente del liderazgo de siervo” en el número de marzo 2020 del Análisis Mundial de Lausana. ↑
[5] Elsa Támez, ‘Guía hermenéutica para entender Gálatas 3:28 y 1 Corintios 14:34, Journal of Latin American Biblical Interpretation (1993): 10. ↑
[6] Catalina F. de Padilla and Elsa Támez, La relación hombre-mujer en la perspectiva cristiana (Buenos Aires: Kairós, 2002), 44. ↑
La conmemoración de la Reforma, las tensiones en torno a la interpretación bíblica de la sexualidad o el crecimiento de las iglesias en Asia o África son algunos de los temas de la década que analizamos.
Estudiamos el fenómeno de la luz partiendo de varios detalles del milagro de la vista en Marcos 8:24, en el que Jesús nos ayuda a comprender nuestra necesidad de ver la realidad claramente.
Causas del triunfo de Boris Johnson y del Brexit; y sus consecuencias para la Unión Europea y la agenda globalista. Una entrevista a César Vidal.
Analizamos las noticias más relevantes de la semana.
Algunas imágenes del primer congreso protestante sobre ministerios con la infancia y la familia, celebrado en Madrid.
Algunas fotos de la entrega del Premio Jorge Borrow 2019 y de este encuentro de referencia, celebrado el sábado en la Facultad de Filología y en el Ayuntamiento de Salamanca. Fotos de MGala.
Instantáneas del fin de semana de la Alianza Evangélica Española en Murcia, donde se desarrolló el programa con el lema ‘El poder transformador de lo pequeño’.
José era alguien de una gran lealtad, la cual demostró con su actitud y acciones.
Celebración de Navidad evangélica, desde la Iglesia Evangélica Bautista Buen Pastor, en Madrid.
Madrid acoge el min19, donde ministerios evangélicos de toda España conversan sobre los desafíos de la infancia en el mundo actual.
Las opiniones vertidas por nuestros colaboradores se realizan a nivel personal, pudiendo coincidir o no con la postura de la dirección de Protestante Digital.
Si quieres comentar o