Una gran injusticia

Todos lo vieron: los que estaban en el pabellón, la gente desde sus casas en la televisión, los jugadores, ¡hasta el portero del equipo contrario que sacó la pelota con rabia, cuando había sobrepasado unos cuarenta centímetros la línea de gol! Lo vieron todos... menos los árbitros. Era la final de la Copa del Rey de fútbol sala (2010), y el gol del Lobelle Santiago, que debía darle la victoria en el torneo contra El Pozo, no subió al marcador. Alemao, el hispano-brasileño del Lobelle, impresionó a todos cuando al entregarle el premio como mejor jugador del torneo no habló sobre los errores de los árbitros (que ni siquiera se quedaron a recoger las medallas conmemorativas; quizá algo les acusaba en su conciencia), sino que solo dijo que el otro equipo había sido mejor y era justo campeón. Un gran deportista, a pesar de la injusticia.

Aunque muchos defiendan que no existe una justicia última y universal, todo el mundo tiene su propio concepto de lo que es éticamente correcto y lo que no; lo que se debe y lo que no se debe hacer. Sean cuales sean nuestras ideas, cuando nos quitan o no nos dan lo que creemos que es justo, protestamos.

Es curioso, porque incluso los que dicen que Dios no existe en muchos momentos de la vida les gustaría poder acceder a un «ser superior» que tomase las decisiones y pusiese las cosas en su lugar. Alguien que tuviera la última palabra.

Ese sentimiento de justicia aparece cuando vamos circulando con nuestro vehículo por la carretera. Si hacemos algo prohibido, como un giro al lado equivocado, o nos saltarnos una señal, o paramos dónde no debemos... siempre hay alguien que hace sonar el claxon para decirle a todo el mundo que lo que estamos haciendo es incorrecto. No importa si no le estorbamos a nadie, o si nuestra maniobra no tiene la más mínima importancia en ese momento; siempre aparece quien intenta avergonzarte con sus gritos porque lo que has hecho está mal.

Esa legión de «avisadores justicieros» me fastidian tanto como a ti, pero me hacen recordar que la justicia es algo que todos llevamos muy adentro... cuando se trata de otras personas, claro. Como no somos capaces de mirarnos a nosotros mismos, Dios dejó escrito: «No torcerás la justicia; no harás acepción de personas, ni tomarás soborno, porque el soborno ciega los ojos del sabio y pervierte las palabras del justo» (Deuteronomio 16:19).

Dios puso dentro de nosotros ese sentimiento de justicia. La necesidad de un ser superior que tenga la última palabra en todo es la sed de Dios dentro de nuestro corazón. Por eso merece la pena vivir de una manera diferente e intentar hacer todo de una manera justa y buena. ¡Nos va la vida en ello!

Si realmente queremos trabajar por la justicia, no lo vamos a lograr con alguna que otra protesta de vez en cuando para «quedar bien». No. Lo que Dios espera de nosotros es que tratemos a todas las personas por igual, que nadie nos compre ni por todo el oro del mundo; que seamos capaces de defender a los que lo necesitan y no tienen posibilidades de ayuda. Que reconozcamos lo que hacemos mal y pidamos perdón sin ninguna duda.

Dios espera que nos parezcamos un poco más a él, aunque a veces tengamos que sufrir alguna que otra injusticia.