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Diabólica murmuración

La murmuración tiene origen religioso, bíblico. Tal vez por esto las personas religiosas, de todas las religiones, son las más murmuradoras en sus medios.

EL COLOR DE MI CRISTAL AUTOR 89/Juan_Antonio_Monroy 07 DE JULIO DE 2021 10:00 h
Foto de [link]Gabriella Clare Marino[/link] en Unsplash CC.

“Hermanos, no murmuréis los unos de los otros” (Santiago 4:11)



[...]“porque esta sabiduría no es la que desciende de lo alto, sino terrenal, animal, diabólica” (Santiago 3:15).



 



Con cada palabra muere una reputación, decía el escritor inglés Alexander Pope, indignado ante las calumnias del crítico John Denis, quien murmuraba del célebre poeta todo cuanto podía y donde podía.



Pocas veces se han descrito tan bien y en tan pocas palabras los males de la murmuración.



Murmurar, es decir, hablar mal de una persona ausente, censurar sus acciones, negar sus virtudes o simplemente aumentar sus defectos es tan antiguo como la vida misma. Nadie más que Dios puede dar vida, color y perfume a las flores; pero el murmurador, en un instante, con cuatro palabras negras, con el poder de su lengua viperina destroza las flores y las arroja al polvo del camino para ser pisoteadas.



Esto ha sido siempre así; desde el nacimiento de la primera flor; desde la aparición de la primera nube en el firmamento de Dios; desde el primer murmullo del viento; desde la primera gota de agua; desde el brote de la vida humana, porque la murmuración es parte de la vida y la vida supone murmuración. Aunque la lámpara de nuestra dignidad tiemble débil y vergonzosa ante el viento huracanado de la murmuración, nada se puede hacer por evitarla. Estamos destinados a vivir y también lo estamos a murmurar y a ser murmurados. El poeta y dramaturgo almeriense Francisco Villaespesa decía que el veneno más malo no es el que vierten las víboras, sino el que sueltan los labios.



La murmuración tiene origen religioso, bíblico. Tal vez por esto las personas religiosas, de todas las religiones, son las más murmuradoras en sus medios.



Entre la poesía y la canción, entre la flor y la fruta, surgió la murmuración en el Génesis. El ángel caído murmuró contra el Señor que le había dado la vida y castigó su soberbia permitiéndole que se convirtiera en diablo. Eva, virgen de cuerpo y de culpa abre su puro corazón a la murmuración de Satanás.



Eva abre su blanco corazón al primer murmurador de la Historia. Luego interviene Adán y la murmuración rompe los diques de la inocencia. De ahí en adelante la murmuración penetra en la sangre del pueblo judío, contaminando a padres y a hijos. El apóstol Pablo, buen conocedor de este pueblo, dice a la nueva generación: “Ni murmuréis como alguno de ellos murmuraron y perecieron por el desierto” (1ª Corintios 10:10).



¿Fue castigo de Dios a los murmuradores?



Santiago pone la murmuración en la lengua, la más esquiva, más cruel y más nociva fiera de todas las fieras, como la concibió Campoamor, “llena de veneno mortal… un fuego, un mundo de maldad… contamina todo el cuerpo e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno”, escribe Santiago, resignado a ser murmurado en su condición de hermano menor de Jesús (Santiago 3:1-12).



Para Santiago, entre todos los pecados, la murmuración que procede de la lengua es uno de los más difíciles de evitar y los más frecuentes.



La lengua murmuradora es más potente que los frenos que se ponen a los caballos para dominar su cuerpo (ver. 3).



La lengua murmuradora, a pesar de su pequeñez, domina el resto del cuerpo, así como el pequeño timón gobierna la imponente nave (ver. 4).



La lengua murmuradora pequeña en tamaño, es capaz de encender fuego para quemar un gran bosque (ver. 5).



La lengua murmuradora es un fuego, un mundo de maldad (ver. 6)



La lengua murmuradora contamina todo el cuerpo (ver. 6)



La lengua murmuradora “es un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal” (ver. 8).



La lengua murmuradora de la persona creyente bendice a Dios y al murmurar maldice a sus criaturas (ver. 9).



Con tres comparaciones tomadas de la fuente, la higuera y la vid, el autor inspirado advierte que la lengua puede ser utilizada para el bien, destacando la bondad de otra persona, o para el mal, murmurando de ella todo el tiempo (vers. 10-12).



Comentaristas autorizados del Nuevo Testamento identifican al Santiago aquí citado como “hermano del Señor”, que figura con el nombre de Jacobo en las listas de sus familiares en Mateo 13 y Marcos 6. La última de las epístolas fue escrita por Judas, también considerado hermano del Señor según Mateo 13: 55. El jesuita José Alonso Díaz, antiguo profesor en la Pontificia Universidad de Comillas y uno de los autores de la Biblia comentada por profesores de la Compañía de Jesús, escribe en el tercer tomo: “Todos los exégetas católicos admiten que el autor de la carta de San Judas era pariente del Señor”. A quién el señor Alonso llama “pariente”, la Biblia lo identifica como hermano.



¿Habían sufrido estos dos hermanos los efectos malignos de la murmuración en carne propia o es simple coincidencia el que ambos escriban sobre la murmuración y los murmuradores?



A éstos, Judas los llama “murmuradores querellosos, que andan según sus propios deseos, cuya boca habla cosas infladas” (ver. 16).



Me detengo aquí, en la palabra inflación, porque entra de lleno en lo que conocemos como maledicencia: “Hablar mal de una persona aunque lo que se diga sea verdad”. (Enciclopedia Británica). El supuesto mal del otro se inflama, se amplia, se convierte en desbordada murmuración. Un amigo mío de años, ya fallecido, Félix Benlliure, me contaba que cuando otro se le acercó a murmurar de un tercero, le cortó y le dijo: “No creo nada de lo que estás diciendo, pero aunque fuera verdad todo eso, no tienes derecho a divulgarlo”.



Bello ejemplo. Hemos de frenar la maledicencia.



El libro apócrifo titulado Eclesiástico, que figura en las versiones católicas de la Biblia, nada que ver con el Eclesiastés de Salomón, tiene en su capítulo 28 un largo pasaje sobre la lengua murmuradora, a la que llama “la tercera lengua”. Dice que la lengua murmuradora mata a tres: “Al calumniador, al calumniado y al que cree la calumnia”.



Todos los murmuradores son seres de negrura interior. Personajes que arruinan vidas, familias, iglesias.



Hemos de huir de la murmuración y de los murmuradores como de la amenaza del león. No darle entrada en el hogar.



En Deuteronomio 1:27 hay una acusación de Dios contra el pueblo hebreo que bien haríamos de tener en cuenta. La acusación dice: “Murmurásteis en vuestras tiendas”.



Cristianos: cuidado con murmurar en la tienda, en el hogar. Siempre me ha preocupado la comida o almuerzo del domingo después del culto. Hay madres y padres que durante la comida critican la reunión de la mañana. Murmuran del predicador, del director de canto, de las oraciones, de todo. Y lo hacen delante de los niños. No tienen en cuenta que aunque sean pequeños sus mentes son esponjas que van absorbiendo cuanto se dice.



El murmurador vive contaminándolo todo. Como Don Juan Tenorio, cuando dice:



A los palacios subí,



A los infiernos bajé.



En todas partes dejé,



Memoria amarga de mí.



Triste memoria.



Nadie se libra de la murmuración. El noble y buen apóstol Juan sufría la maldad de un tal Diótrefes, quien “parloteaba con palabras malignas” contra él (3º de Juan 10).



¿Qué podemos hacer contra los murmuradores? Nada. No podemos hacer nada. Al no querer descender a su terreno, nos llevan ventaja. Ni siquiera Juan, el amado de Jesús, el apóstol del amor, quedó libre de ser murmurado. Ya viejo, con su obra acabada, allí estaba el malvado Diótrefes. Todos tenemos uno o muchos Diótrefes dispuestos a amargarnos la vida. La única solución es ignorarlos y seguir nuestro camino.



En una carpeta donde conservo viejos apuntes encuentro este hecho absolutamente histórico.



Fue en la noche del 26 de abril de 1972. Estaba lloviendo. Yo cenaba solo, en la primera planta del Hotel Park en Barcelona, frente a la estación. Un automóvil Renault 12 dio contra un semáforo existente en la calle y lo derrumbó. En el suelo, bajo la lluvia, el semáforo caído continuaba su trabajo con el relampagueo de luces rojas, ámbar y verdes. Seguía el semáforo, a pesar de su derrumbe, advirtiendo los peligros de tráfico y señalando vía libre. El duro golpe no le hizo desistir de la misión que tenía encomendada.



Aquél incidente del que fui testigo me parece el mejor ejemplo para acabar este artículo. Por muy duros que sean los ataques de los murmuradores contra nosotros, mantengamos nuestra dignidad y perseveremos firmes y fieles en la tarea que aquí tenemos asignada, con los ojos puestos en el Autor y Consumador de nuestra fe: peligro en la calle, vía libre a la eternidad.


 

 


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