Escenas familiares

Hay mañanas en las que abres los ojos y sientes un cansancio que te persigue durante todo el día. 

Mañanas en las que no te acompañan las fuerzas y ni aun empapándola con una vigorizante ducha logras mitigar la modorra instalada en tu cuerpo.

Apuro los minutos que quedan para que suene el despertador y tras esa insignificante tregua da comienzo mi rutina. 

El calor sofocante que se nos ha acoplado sin previo aviso es un factor determinante para que una mañana más me levante arrastrando los pies y con la tensión por los suelos. Tras una frugal ingesta de café, me acoplo a la vida.  

Es entonces cuando ella se acerca y como de costumbre me pide que la peine. 

Antes solía hacerlo de pie, pero hace ya algún tiempo le pido que se siente pues ya casi no llego a su cabeza, ha crecido y cada vez se hace más mujer. 

Mientras desenredo su oscuro y largo cabello pienso, que esta acción que realizo dejaré de ejecutarla, ya que dentro de poco tiempo ella misma sabrá recogerse el pelo en una coleta o trenza y en ese preciso instante, acabará mi contribución como madre peluquera.  

Sé que echaré de menos esta práctica, ese momento madre e hija en el que cada mañana tengo la oportunidad de acariciar su cuello y besarlo tras dejarlo despejado.  

Concibo, que algún día, ese cabello que se derrama sobre sus hombros soportará los envites del viento de la desilusión, del desamor, de los problemas que conlleva el crecer y hacerse adulto. Un cabello alborotado por los sinsabores de la vida, por las insignificancias del diario vivir que tanto nos desesperan. 

Huelo su cabello y rezuma olor a niña; aunque la niñez quede cada vez más y más lejos. 

Acabo mi labor y al devolver el cepillo a su cesta encuentro mi rostro reflejado en el espejo, advirtiendo unos ojos bañados en lágrimas y una mueca casi imperceptible de alegre tristeza. 

Un don del Señor son los hijos,

Y recompensa es el fruto del vientre.

(Salmo 127:3)