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El hacha de Dios

Siendo niño aún, llegaron unos monjes itinerantes a casa de los padres de Bonifacio. Impresionado por sus palabras tomó una decisión: de mayor quería ser como ellos.

TEOLOGíA AUTOR 875/Jose_Hutter 02 DE JUNIO DE 2021 15:05 h
Foto de [link]Hamza Nouasria[/link] en Unsplash CC.

Otoño del año 723. Cerca de Fritzlar, en el centro de lo que hoy es Alemania, se celebra una gran fiesta. Centenares de catos -una tribu germana- se han reunido alrededor de su santuario: un centenario y majestuoso roble. En este árbol reside, según su religión, nada menos que Odín, su dios supremo. 



Pero no todos los que han acudido comparten esa idea. Entre los presentes hay una docena de cristianos bajo el liderazgo de Bonifacio. Es un misionero británico que desde hace tiempo reside en la zona intentando ganar a los catos para Cristo.



Cuando empiezan con sus bailes rituales alrededor del roble, Bonifacio se abre camino. En sus manos lleva un hacha y se dirige hacia el árbol, obviamente con la intención de talarlo.



Los catos están fuera de sí. ¡Cómo se atreve este hombre a insultar a sus dioses! Pero antes de poder coger y matarlo unos soldados francos intervienen para proteger al misionero británico con sus armas. “¡Odín te va a castigar! ¡Te va a fulminar con sus rayos!”, grita enfurecida la multitud. Pero Bonifacio no se deja intimidar y empieza a talar el árbol a hachazos. Aún no ha acabado con su trabajo cuando se levanta una fuerte tempestad, típica para la época otoñal, e inclina al árbol herido. De repente el tronco se parte con un ruido estremecedor y el roble yace en el suelo.



Los catos han enmudecido. Están como paralizados. Ahora Odín se vengará. Pero nada ocurre. Bonifacio sigue vivo. Ni hay truenos ni le ha fulminado un rayo. Obviamente Odín no ha podido o no ha querido hacer nada. El horror da lugar al rechazo de su dios. El jefe de los dioses ha traicionado su confianza. A partir de este momento deciden dejar su religión ancestral para abrazar la fe cristiana. Ahora no tienen duda: Jesucristo debe de ser más fuerte que Odín y esto ha impresionado a esa tribu salvaje en el centro de Europa.



El hombre que plantó cara a Odín



Pero, ¿quién es este hombre atrevido que plantó cara a Odín?



Bonifacio nace con el nombre de Winfrid en el año 673, en el reino de Wessex, en Anglia, en el seno de una familia noble británica. Un día, siendo niño aún, llegan monjes itinerantes a casa de sus padres. Impresionado por sus palabras toma una decisión: de mayor quiere ser como ellos. A los cinco años, sus padres le entregan a un monasterio benedictino. Estudia filosofía, retórica, Biblia y latín. Es un estudiante excepcional y al terminar sus estudios le pasa lo mismo que a su gran ejemplo Columbano: sus superiores quieren nombrarle director de la escuela monástica. Pero al igual que el irlandés, Bonifacio tiene otras prioridades: quiere ser misionero y predicar el evangelio en el continente europeo. Su sueño es alcanzar a los frisones, catos y turingios con el evangelio. Hasta el momento estas tribus germanas habían resistido al mensaje de Cristo. Prefieren sus fiestas de cerveza paganas reuniéndose alrededor de árboles sagrados. No les atrae la adoración cristiana, solemne y ordenada, y su débil dios que se dejó crucificar en vez de luchar.



No, Bonifacio no quiere convertirse en un teólogo respetado. Deja su vida ordenada y su carrera prometedora en el monasterio. Podría haber seguido para convertirse en uno de los grandes maestros de su tierra, siendo una de las mentes más lúcidas de su tiempo. Había redactado la primera gramática latina publicada en las islas británicas, además de varias poesías y un libro brillante sobre la métrica. 



Poco después, Bonifacio cruza el canal de la Mancha para predicar dos años entre los frisones. Pero al final vuelve a casa frustrado y sin resultados. De nuevo le ofrecen un buen puesto en la iglesia de Irlanda, pero Bonifacio lo rechaza. A pesar de su fracaso misionero, su corazón arde por los germanos y quiere alcanzarlos con el evangelio.



Mientras que el islam avanza por la península ibérica, Bonifacio recibe el 15 de mayo del 719 la encomienda oficial de la Iglesia de ganar a los germanos para Cristo. Pero esta vez se centra en otra tribu: los catos. Viven aislados en la zona de lo que hoy es Hesse, en el corazón de lo que más tarde sería Alemania. Durante casi tres años viaja por la zona, de pueblo en pueblo, para predicar el evangelio. Y efectivamente: poco a poco nota una tímida apertura. Incluso algunos de sus líderes abrazan la fe. Pero Bonifacio sigue sufriendo mucha oposición. La batalla está lejos de ganarse y el misionero británico nota que hace falta una victoria decisiva que incline la balanza en su favor.



Es entonces cuando se acerca al santuario de Fritzlar con su majestuoso roble. Y como ya hemos visto, en este encuentro de dos poderes gana Cristo por goleada. A partir de este momento los catos deciden abrazar la fe cristiana. Quieren quedarse con el más fuerte.



Bonifacio, sin embargo, no hace leña del árbol caído. De su tronco enorme construye una sencilla capilla. De esta manera consigue que los catos no pierdan completamente su identidad como pueblo. 



La organización de la iglesia germana



En un tiempo récord, Bonifacio organiza una iglesia fuerte y viva entre los catos. Es consciente de que no solamente es cuestión de predicar el evangelio y ganar a la gente para Cristo, sino de que es igual de importante organizar después a los nuevos creyentes en iglesias con una clara estructura que funcione. Y también en esta área, Bonifacio tiene buena mano. 



Pero aún no ha alcanzado todas sus metas. Quedan los turingios. Los misioneros irlandeses ya habían comenzado una obra allí y habían puesto un buen fundamento. Bonifacio y su equipo lo iban a terminar organizando las iglesias de tal manera que funcionaran sin problemas, igual que entre los catos. De nuevo, Bonifacio termina la tarea con excelencia.



Reformando la iglesia de los francos



Pero en seguida surge una nuevo desafío. El papa Gregorio II está muy disgustado con la actitud mundana y decadente de la iglesia en el imperio de los francos y le encarga a Bonifacio la tarea de poner orden y reformarla. “Parece que ardes con el fuego que empezó nuestro Señor y que trae salvación”, dice el obispo de Roma en una ocasión al incansable británico.



Los francos se habían convertido en el nuevo poder en el oeste y en el centro de Europa. Su rey, Clodoveo, había abrazado la fe cristiana hace 250 años. Sin embargo, el cristianismo franco era muy superficial y el clero estaba más interesado en sus propias ventajas y la buena vida. Pero Bonifacio impone su criterio. No solamente consigue llevar a cabo esa reforma con mano de hierro, sino que además se gana la confianza de la casa real franca, que es decisiva para su obra reformadora. Bonifacio no se fía del clero franco y concede a sus reyes, profundamente influenciados por sus enseñanzas, el derecho de meterse en los asuntos internos de la iglesia cuando esta se desvíe de su camino. La casa real se convierte de esta manera en el guardián de la Iglesia.



La última tarea de Bonifacio



Una persona normal necesitaría varias vidas para llevar a cabo lo que hizo Bonifacio. Pero después de reformar la iglesia franca le quedaba una última tarea por cumplir: sentía que Dios le llamaba para evangelizar a los frisones en las costas del mar del Norte. Allí había fracasado su primera misión, allí iba a terminar su carrera. El amor por este pueblo poco amigable seguía ardiendo dentro de él. 



Cuando Bonifacio tiene ya casi 80 años deja todos su cargos y se dirige de nuevo rumbo al norte. En el camino miles de personas reciben el evangelio y se dejan bautizar.



Algunos de los recién convertidos iban a llegar a la ciudad de Dokkum para ser bautizados por Bonifacio en el río Borne. Mientras que el viejo misionero y 52 de sus compañeros esperan a los recién convertidos, aparece de repente una banda de frisones armados. No van en busca de un botín. Van a por Bonifacio y sus compañeros porque odian el mensaje que predican. Antes Bonifacio viajaba con protección armada del rey franco. Pero fue él mismo el que había renunciado a su escolta. Lo único que le queda ahora para defenderse es un un enorme libro que se convierte en su escudo.



Cuando los nuevos creyentes finalmente llegan para ser bautizados se encuentran con una escena terrible: Bonifacio y sus compañeros yacen en su propia sangre muertos en el suelo. Al lado del misionero británico encuentran el libro con el cual intentaba defenderse: un códice enorme con dos cortes profundos. El tomo contiene, entre otras cosas, la obra de Ambrosio de Milán, titulado La buena muerte[1]. Según el testimonio de una mujer que presenció escondida la matanza, Bonifacio animó a sus compañeros con estas palabras poco antes de morir: 



“Sed fuertes en el Señor y aguantad con gratitud lo que él os mande. No temáis a los que pueden matar al cuerpo pero no tienen poder sobre el alma. Depositad el ancla de vuestra esperanza en Dios que os dará una mansión en el castillo celestial, junto a los ángeles.”



Bonifacio se vio a sí mismo simplemente como un mensajero de Cristo. Durante siglos inspiró a un gran número de cristianos a proclamar el mensaje del evangelio entre aquellos que no lo habían escuchado nunca. Hasta el día de hoy se conoce al monje británico como el “apóstol de los germanos”. 



 



Notas



[1] El libro se encuentra hasta el día de hoy en el museo de la catedral de Fulda en Alemania.


 

 


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