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Evangelizar: más que palabras

Evangelizar: compartir la vida, el pan y la Palabra (I)

En Misión Evangélica Urbana, intentando seguir los ejemplos bíblicos, hemos aprendido que no evangeliza bien quien sólo comparte la Palabra. Aún conscientes de la necesidad de que el mensaje del Evangelio se verbalice y suene, iniciamos con esta frase una nueva serie sobre evangelización con el título general: “Evangelizar: compartir la vida, al pan y la Palabra”. La evangelización
DE PAR EN PAR AUTOR Juan Simarro Fernández 01 DE SEPTIEMBRE DE 2008 22:00 h

El Evangelio implica mucho más que el mero compartir la Palabra, aun sabiendo de la importancia de ésta en todo acto evangelístico. Y es que, en el fondo, el que comparte la Palabra tiene que estar disponible y abierto a compartir mucho más. Evangelizar es aprender el arte de vivir compartiendo... como Jesús. De ahí que el auténtico acto evangelístico integral sea el compartir la vida, el pan y la Palabra.

Por eso, el auténtico evangelista tiene que ser desprendido, abierto a la acogida del otro, a compartir con el otro, a ser receptivo y nunca mantenerse blindado en ningún tipo de prepotencia o superioridad ante nadie. El evangelista tiene que ser un ser libre que no se sienta esclavizado por el apego a ningún tipo de pertenencia. Si las tiene, debe estar dispuesto a saber prescindir de ellas cuando sea necesario y debe estar abierto a compartirlas siempre que el momento lo demande. Quien no está dispuesto a compartir la vida y el pan, difícilmente va a saber compartir la Palabra, porque al usar la Palabra como espada del espíritu, deja entrever todas nuestras entretelas desde el hondón de nuestra alma y nos deja al descubierto tal y como somos.

Muchas veces la verbalización no tiene efectos evangelísticos porque carece de autenticidad y coherencia de vida. Sólo en la acogida incondicional, en el compartir, el otro que tenemos delante deja de ser un individuo más de la sociedad injusta y se nos convierte en un tú personal, en un tú con rostro humano, en un compañero... en un prójimo. Este es el lugar de la evangelización.

El lugar evangelístico para Jesús fue el de la identificación con los más débiles, los proscritos, los despreciados y los oprimidos. Jesús evangelizó para todos, ricos y pobres, pero no evangeliza nunca desde la prepotencia de los de arriba, de los asentados en el poder o en la riqueza, no evangeliza Jesús desde los integrados en la sociedad, sino que evangeliza desde abajo, desde su identificación con los humildes, desde la solidaridad con los desclasados y los tildados de pecadores, desde unos estilos de vida que le dejaban ver el rostro de la persona que evangelizaba, el rostro del otro con quien quería hermanarse.

La solidaridad con el prójimo es la que nos libera de los mecanismos que nos atan al poseer y nos traslada a la esfera de la comunión, de la común unión en donde la acogida y el compartir la vida, el pan y la Palabra es algo connatural que nos abre a la evangelización integral. Hablar sin esa comunión en donde la acogida y el compartir es algo connatural y no forzado, hablar sin estar dispuesto a compartir la vida, el pan y la Palabra, no es un auténtico acto evangelístico. Quizás sea por eso que la evangelización no avanza hasta convertir al mundo. No existe la entrega y el evangelizado no es para nosotros ese tú personal al que me debo de forma incondicional.

Muchas veces, en actos evangelísticos profesionalizados, rutinarios o realizados por organizaciones especializadas, puede permanecer el ego, la superioridad y la prepotencia que parece que lo que intenta es someter al Evangelio a las masas en vez de buscar el rostro del otro, del igual en dignidad, para acoger, ofrecer, compartir y, cómo no, recibir del otro en un acto de comunión mutua y dinámica. La superioridad del ego debe desaparecer en la Evangelización para dar paso a un deseo de sororidad universal, de búsqueda de fraternidad en la que quiero que el otro sea mi hermano y se salve junto conmigo. Cuando sucede esto, no se comparte sólo la Palabra. La vida y el pan, la mesa y la Palabra compartida se dejan caer como la fruta madura se ofrece al hambriento. Cuando estamos dispuestos a compartir sólo la Palabra, es posible que ni siquiera ésta se comparta en plenitud, en autenticidad y en verdad. No se da la evangelización integral.

Es por eso que toda la serie que vamos a escribir sobre evangelización, va a ir insistiendo en que se evangeliza desde la acogida, desde el compartir, desde el desprendimiento, desde la identificación con los pobres del mundo, desde la búsqueda de la justicia, desde el ejemplo y estilo de vida, desde los parámetros de la solidaridad y deseo de fraternidad entre los hombres, desde el acercamiento del Reino y sus valores en nuestro aquí y nuestro ahora, aunque aún nos quede por delante ese “todavía no” que nos falta para vivir los valores del Reino en plenitud.

A través de la evangelización, tenemos que ofrecer nuestra vida y nuestro pan en gratuidad, pues, de lo contrario, la Palabra no se verá con coherencia y se percibirá como falta de compromiso. La evangelización se da cuando acogemos y compartimos, cuando los individuos que componen la masa humana se nos convierten en personas con rostro humano que nos interpelan y nos animan a la búsqueda de la fraternidad. Porque, en el fondo, evangelizar es intentar, con la ayuda y el poder de Dios, convertir en hermano a todos aquellos que percibimos como individuos ajenos a nosotros mismos. En la evangelización no hago una renuncia ni un esfuerzo heroico para conseguir la igualdad fraterna entre todos, sino que tomo conciencia de que mi existencia está ligada a la de ese tú personal que me interpela. Me percibo igual a ellos al considerarme parte de una pertenencia común. Por eso la evangelización es una necesidad del creyente: ¡Ay de mí si no evangelizo!, diría el Apóstol San Pablo.

Todos somos criaturas del mismo Padre y, al ser consciente de ello, deseo que el otro sea mi hermano, un hijo de ese Padre con el que deseo vivir eternamente. Esa es la base de toda evangelización. De ahí que la entrega, la acogida y el compartir, además de la Palabra, la vida y el pan, sea algo lógico y coherente. Si no, no pretendas llamar ni hermano ni prójimo al que evangelizas. Será un simple usuario voluntario de tu actividad, escuchante de tu discurso que, quizás, no se eleve al cielo. Y, si alguien se salva y cambia, será un simple “a pesar de”... porque el Señor es misericordioso y nos usa a pesar de nuestras imperfecciones. Pero la meta del comunicador del Evangelio es ser “perfecto, como nuestro Padre que está en los cielos es perfecto”. Espero que de esto podáis intuir la línea de esta serie que hemos titulado: “Evangelizar: compartir la vida, el pan y la Palabra”.
 

 


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