Si realmente tuviéramos estas ideas en mente y viviéramos la gratuidad de Dios y la salvación como don gratuito, deberíamos tener, también, dificultades para vivir en una sociedad que sólo proclama la ley del mérito. Algo de la creencia en la misericordia gratuita de Dios nos debería hacer que nos sintiéramos un fermento disonante con la lógica del mérito en la que se mueve la sociedad de la opulencia que deja tirado al lado del camino a más de medio mundo.
La lógica del mundo no tiene nada de misericordia gratuita. Nuestros sistemas políticos y económicos -se debería decir también que los sociales, culturales y los contaminados sistemas religiosos- están orientados hacia los que pueden acumular todo tipo de méritos, en competencia abierta con los demás, especialmente con los más fuertes, orientando todas las estructuras sociales y sistemas socioeconómicos a la destrucción, muerte y exclusión de los más pobres. No hay para ellos misericordia gratuita ni política, ni social, ni cultural, ni religiosa, ni ética o moral.
Todo el sistema mundial está orientado hacia una rentabilidad que sólo pueden conseguir los capaces de ir acumulando méritos que se traducen en ganancias. Así, la salvación de los humanos, en nuestro aquí y nuestro ahora, nada tiene de don gratuito, de regalo por gracia. La salvación en el mundo viene por la lógica de la ganancia que se puede ir acumulando. Las personas que son competitivas, que obtienen rendimientos económicos altos son consideradas personas de méritos… los triunfadores, los que se salvan junto con sus familias que pueden ser también receptores de la herencia del acumulador de méritos… y muchos cristianos que proclaman la misericordia gratuita de Dios viven dentro de esta lógica de salvación humana. La única salvación que funciona es la de la máxima ganancia que queda siempre en las manos privadas de quien es capaz de conseguirla… tienen mérito.
Muchos cristianos buscan salvarse socialmente, humanamente y se someten a la ley del mérito. Enseñan a sus hijos a ser competitivos dentro de esta ley…, pero en la iglesia hablan de la misericordia gratuita de Dios.
Se vive, así, una especie de esquizofrenia espiritual y social que no parece perturbar mucho a los que se mueven dentro de la ley salvadora del éxito. No hay correspondencia entre lo que espiritualmente o, si se quiere, religiosamente se cree y se acepta como el don gratuito de Dios, y lo que se vive socialmente como recompensa y consecuencia de la ley del mérito… y no somos capaces de ser misericordiosos con tantos millones de personas que en el mundo se quedan tirados al lado del camino. Vivimos de espaldas al grito de los excluidos del sistema de la ley del mérito y de cara a lo que, gratuitamente y por gracia, podemos recibir de un Dios que practica la misericordia gratuita.
Los condenados del sistema no nos importan. Preferimos gozarnos con los favorecidos por el sistema que apoya la ley del mérito.
Los que se quedan al margen entre los condenados de la tierra -que no entre los condenados por el Dios que aplica la misericordia gratuita-, no pueden ser perdonados por el sistema de la ley del mérito. No hay para ellos ni perdón, ni misericordia, ni justicia.
Estos conceptos sólo se aplican para los redimidos del sistema y para el autogoce de los integrados en el ámbito eclesial, aunque sean inmisericordes ante el grito del marginado. No hay misericordia gratuita para todos de parte de los integrados en el sistema de la ley del mérito… aunque éstos sean de oración y golpe de pecho diario… porque los que conocen la relevancia del perdón, de la fe y de la salvación gratuita dentro de sus ámbitos religiosos, no reconocen estas ideas en relación con el concepto de projimidad que nos dejó Jesús.
Así, pues, la salvación que ofrece el sistema de la ley del mérito es más para los opresores y acumuladores que para los oprimidos y despojados. No hay salvación para los pobres del mundo… todos marchan hacia la condenación social impuesta por la ley del mérito.
Nadie se preocupa, nadie llora por ellos, ni siquiera se les prepara una tumba en condiciones. Todos van a la fosa común de la insolidaridad inmisericorde… y todos miran hacia otro lado. ¡No! No todos. El ojo de Dios, justicia infinita, sufre con los pobres y baja con ellos a los infiernos sociales. Allí llora con ellos y les abraza. Allí les dice: No temáis, hijos míos, mi misericordia gratuita y mi gracia se aplica especialmente a todos vosotros. Y al decirles estas palabras consoladoras, su rostro se separa de estos condenados sociales y sus ojos, reflejando la ira divina, se pasean por encima de los redimidos del sistema social injusto que aplica, de forma inmisericorde, la ley del mérito… y espera hasta que llegue la siega.
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