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Nunc Dimittis por el Mesías recién nacido

La adoración sucede al acto sublime de la salvación, como el cántico a la redención. El que canta a Dios es porque le ha visto, porque disfruta su salvación.

TU BLOG 24 DE FEBRERO DE 2021 20:24 h

Por Doris Alcón Huayta



Los lectores del libro de Éxodo recordarán el canto de María y Moisés después de una de las más fascinantes escenas que nunca dejaremos de recordar: la división del inmenso mar Rojo por la fuerza de Dios. No sólo que se abrió para dar paso a los hebreos: se volvió a su estado normal en el momento preciso para dar muerte a los egipcios que iban tras ellos.



De este acto de salvación cantaron María y Moisés: a la sepultura de los jinetes, al descenso de los carros de faraón, a la muerte de los que oprimieron brutalmente a los hebreos. El cántico osa de ser sumamente intenso y reverente. Todos se congregan a orillas del mar y en presencia de Dios cantan, bailan, tocan sus instrumentos, admiran a Dios por sobre los hombres, la naturaleza, los dioses, los altos poderes (Ex. 15:1-20).



La adoración mediante el cántico siempre ha sido la imagen más bella del creyente que se alegra de su salvación. No obstante, muy dentro de ellos, también se estremecían, temblaban por aquel Dios de tan enérgico poder. Quedaron “mudos como las piedras” (Ex.15:16) al ver a Dios manifestándose así. Cuando se vieron totalmente impotentes, muchos quizá dijeron dentro de sí: “Aquí es nuestro fin”; y ahí fue cuando Dios los rescató.



Así que la adoración a Dios pasó a ser de las multitudes, en la voz de las mujeres que levantaron sus panderos y comenzaron a danzar a Dios: “¡Canten a Jehová porque se ha engrandecido en extremo!” (Ex.15:21).



La adoración sucede al acto sublime de la salvación, como el cántico a la redención. El que canta a Dios es porque le ha visto, porque disfruta su salvación. No existe otro instante más melodioso que se adecúe a todos los momentos.



María, la madre de Jesús, adoró a Dios porque lo vio de una forma aún más impresionante: en su vientre; Elizabeth, en el regreso de su fertilidad; Zacarías, en su paternidad siendo infértil; los magos del oriente bajo una gran estrella; los pastores, envuelto en pañales en un pesebre; Simeón, el profeta, en sus brazos poco antes de morir.



De este último encuentro, nada cautiva más: cuando Simeón “toma a Dios” en sus brazos y comienza a adorar. De no haberlo conocido quizá habría vivido cientos de años o más. El Espíritu Santo le había revelado que no vería la muerte sin antes ver al Mesías (Lc.2:26). Su muerte fue señal de su salvación. Simeón murió en paz cuando conoció a Dios. En el momento en que vio a José y María en el templo de Jerusalén se dirigió a ellos, tomó en sus brazos a Jesús y elevó al cielo su Nunc Dimittis (de las palabras en latín), un himno de alabanza: “Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación, la cual has preparado en presencia de todos los pueblos; luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel.” (Lc. 2:28-32).



Fue una alabanza de gloria, de total reconocimiento al Mesías, de completa fe, completa paz y mucho gozo. Recibió a la muerte adorando: la adoración es lo primero que trae el nacimiento de Cristo. Es el acto más serio y bello del creyente hacia Dios. El que no adora ha muerto en su fe. La adoración de Simeón fue la bienvenida a la muerte en paz.



María y el sacerdote Zacarías dieron otro rango más a la adoración. En el primer caso, vino como respuesta a la maternidad en su virginidad. Había comenzado una nueva vida en María: la vida de amar a Jesús como hijo y como su propio Salvador. Cuando el ángel terminó su mensaje, creyó de inmediato: “He aquí tu sierva, hágase conforme a tu voluntad”.



El caso de Zacarías nos deja algo perplejos. Si era sacerdote, ¿cómo es que su fe no demostró ser mayor que la de María? No parece ser cosa de medida. Zacarías fue un hombre de bastante fe, así Dios lo eligió; pero también un hombre que a veces buscaba comprender lo incomprensible. Eso desvaneció por un instante su fe: “El hombre que supera la edad de la fertilidad no puede engendrar hijos”, razonó. Así que cuestionó la verdad del mensaje del ángel y en castigo quedó sin habla. La maldición de la mudez vino por subestimar a Dios, por creer que Dios es limitado como el hombre. Meses después rectificó de su error. En el momento en que le volvió el habla demostró una fe transformada: “Juan es su nombre” y “habló bendiciendo a Dios” (Lc.1-64); aplicó el habla para el propósito real con que fue hecho.



El Benedictus que luego pronuncia es una declaración de fe sin vacilaciones, de esperanza, de salvación para todos que anunciaría su hijo Juan: “… luz para los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte; para encaminar nuestros pies por camino de paz “(Lc.1:67-79).



El nacimiento de Cristo marcó en sus memorias que “los caminos de Dios son más altos que nuestros caminos y sus pensamientos más que nuestros pensamientos”. La manifestación de Dios en la vida de estos hombres les retornó a aquella fe de Moisés y María, la que cree que las cosas insostenibles para el hombre son sostenibles para Dios: abre y cierra los mares como lo hace con el vientre de cualquier mujer, quita y otorga el don del habla, nace de una mujer sin necesidad de intervención sexual, salva a los hombres sin mediación del hombre.



El Benedictus de Zacarías termina como comienza el Nunc Dimittis de Simeón: mencionando la paz. Conocer a Dios es nuestra paz. Si hemos perdido la paz es porque hemos dejado de conocer a Dios. Simeón representa la imagen más conmovedora del cristiano redimido que espera la muerte en paz, del que ha esperado a Dios con desvelo y no ve otro consuelo más que su salvación: “Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz”. (Lc. 2:29); y luego murió.



Nuestra vida queda elevada al rango de la celebración de la Navidad, a lo más alto de su concepto: que Cristo nació para salvar al mundo de sus pecados, lo que llevó a los magos del oriente a buscarlo con tan noble afán: “¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido? ... Venimos a adorarle”. (Mt.2 -2)



 



Doris Alcón Huayta – Literatura y Teología – La Paz, Bolivia



 



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