La realidad es que los riesgos grandes y perversos que afectan a la sociedad plural que busca la vivencia de la interculturalidad, e intenta la práctica, casi por necesidad, del diálogo interreligioso, son el racismo, la xenofobia y los fundamentalismos radicales, pero también
puede haber ciertos riesgos, fundamentalmente en las sociedades de acogida de inmigrantes, en la forma de vivir nuestra identidad cultural, los apegos al terruño donde hemos nacido como una forma de sacralizarlos, los apegos a las ideas de limpieza étnica o cualquier forma de vivir la identidad que vaya en contra de la vivencia de la interculturalidad que nuestras sociedades están demandando. Es una reflexión general, pero también impuesta, de alguna manera, por los contingentes de inmigrantes, de nuevos ciudadanos que estamos recibiendo de todo el mundo.
Ante la necesidad de la convivencia diaria con el otro, el que ha irrumpido por nuestras fronteras y se ha hecho nuestro vecino, con diferente lengua, diferentes patrones culturales, diferente religión, color de la piel y diferentes pautas de costumbres, la vivencia de nuestras propias identidades deben de hacerse dentro del respeto al otro, al diferente, en un plano de total igualdad. La vivencia de mi identidad se tiene que hacer de forma y manera que el otro viva también su identidad en confianza y en diálogo abierto entre pares, iguales y semejantes.
Puede haber ciertas formas y maneras de vivir la propia identidad que resulten excluyentes de los demás, de los diferentes, pero también puede darse el fenómeno contrario, que estas formas de vivir la identidad hagan que muchos se autoexcluyan del diálogo democrático que debe desarrollarse en las relaciones interculturales e interreligiosas con las que nos encontramos cotidianamente hoy en España. Por tanto, no todos los fuertes sentimientos identitarios, muchas veces comunes a pueblos o regiones enteras, son buenos o viables en las actuales sociedades plurales, diversas y con una necesidad de interculturalidad, o sea, de diálogo abierto entre las culturas de forma igualitaria en donde la diversidad cultural o identitaria debe de aceptarse con toda normalidad y nunca debe ser un problema.
El nuevo marco que se ha creado en el mundo de intercambios globales en la llamada aldea global, tanto las culturas como las religiones deben defender planteamientos en las relaciones humanas con una idea de universalidad tendentes a la consecución de una ciudadanía humana cosmopolita que se debe reflejar en las grandes ciudades de España, en el ámbito interterritorial, y sin excepciones de ningún tipo. Tanto las culturas como las religiones deben de estar abiertas y ser acogedoras con la preocupación del conocimiento mutuo y del mutuo respeto.
Por tanto, hay que tender a vivir la propia identidad de forma que resulte enriquecedora y positiva para esa forma de vivir la ciudadanía cosmopolita en donde todos somos diferentes, pero también todos somos iguales.
Hay que huir de las formas de vivir la identidad que resulten avasallantes de las otras identidades que se dan dentro de nuestras puertas. No se pueden caer en formas de vivir la identidad que resulten fagocitarias de las culturas que se mueven en nuestro entorno. Debemos vivir nuestra propia identidad de forma permeable a las otras. El gran riesgo está en que caigamos en el error de vivir nuestra identidad afirmándonos de manera tan radical que estemos negando la identidad del otro, del diferente y dejándole, por tanto, en la marginación o exclusión cultural. Las pautas deben ser siempre las que corresponden a una sociedad abierta en diálogo intercultural en plan de igualdad con el otro, con el diferente.
Las identidades más fuertes y positivas no van a ser aquellas que se autoafirmen en la negación y rechazo del diferente, las más fuertes van a ser precisamente las que no tengan ningún tipo de miedo ni de recelo en asumir ciertos cambios, que no lleguen a renuncias que nos hagan perder nuestra singularidad, en contacto con las nuevas influencias enriquecedoras de las culturas de los nuevos ciudadanos que se están integrando, en la práctica de la interculturalidad, en nuestras sociedades de acogida, en nuestro país. Quizás éstas sean las identidades fuertes que van a perdurar. No debemos caer nunca en las idolatrías identitarias, ni sacralizar la pertenencia a un pueblo, ni a una cultura, ni al uso de una lengua. No sea que las sociedades en diálogo intercultural abierto, acabe expulsando de su seno o reprobando estas formas de vivir la propia identidad a los que la viven en la prepotencia, en la idolatría y en la agresividad. Estas formas de sacralizar la propia identidad están en claro choque con lo que las sociedades cosmopolitas en el mundo hoy están demandando.
Vivir nuestras propias identidades de una forma abierta, dialogante, respetuosa y en plan de igualdad, es una forma de contribuir positivamente y de forma enriquecedora a la convivencia en la pluralidad, en la diversidad y en la democracia. Estas son las formas humanas de vivir hoy en el mundo. Esto afecta a los cristianos, porque el cristianismo es también humano… muy humano.
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