Jesús nos ha llamado por nuestro nombre, sabe nuestra vida y nuestros retos, no le ha importado que seamos de la minoría y ha pasado por encima de nuestros pecados, solo nombrándolos para que nosotros mismos nos demos cuenta que son el claro síntoma de nuestra sed.
Por Eva Méndez
Esta podría ser mi historia, o la tuya; en realidad, la de cualquiera de nosotros. Es la historia de una mujer, rodando por el mundo, con su insatisfacción a cuestas, intentando llenarla con relaciones que no hacen sino vaciarla más. También es la historia de Dios, a través de Jesús, que de manera paciente y aparentemente casual se cruza en su camino y, mientras charla con ella de otras cosas, la transforma por completo y para siempre; como ha hecho y sigue haciendo con nosotros.
Ella es mujer y samaritana. Dos cosas aparentemente inofensivas, pero no en el tiempo en el que sucede esta historia, a principios del primer siglo y en la zona de Samaria. Entre los judíos, una sociedad patriarcal, las mujeres no eran consideradas válidas para participar en ningún asunto de importancia, entre ellos las discusiones espirituales, y no se hablaba con ellas si no eran de la familia. Además, los samaritanos eran considerados impuros, mezclados, para nada iguales a los que se consideraban judíos puros.
El texto nos cuenta algo más de ella: su inestabilidad emocional y familiar. Al parecer, ha estado casada cinco veces, muchas para enviudar ¿no? Quizá ha sido repudiada alguna de ellas. Insistentemente, parece que de nuevo vive en pareja, esta vez de manera más informal.
¿No ha tenido bastante? ¿No quiere estar sola? ¿Es alguien con facilidad para enamorarse?
O quizá, como cualquier ser humano, quiere ser importante para alguien, necesita nutrir su autoestima de halagos y compañía, busca amor y pertenencia para sentirse bien. Por ahí asoman los anhelos más profundos de su corazón; aun después de varias experiencias dolorosas sigue creyendo que si alguien no la valora no es nadie, que no la van a considerar o a respetar, sigue basando su identidad en el trato que otros le dispensan… (Tiene Sed).
Él es Jesús, el hijo de Dios, de camino de una ciudad a otra, haciendo el trabajo que hace habitualmente, reunir a las multitudes y contarles que Dios ha venido para que el hombre pueda rehacer su relación con Él y sentirse amado y completo. Pero esta vez no será igual. Jesús se para en el pozo y, de manera casual, se va a encontrar con ella y le va a pedir agua porque está cansado. Ella se sorprende de que un hombre judío le hable y su sorpresa radica en su sensación de inferioridad; tanto que le pregunta: “¿Por qué TÚ me hablas a MÍ?”
Jesús, hábilmente, lleva su sorpresa y la conversación a su terreno (quizá tú también tienes sed) y, en un juego de palabras, le habla de la sed del alma y se ofrece como el agua que calma esa sed definitivamente. Ella, ¿no le entiende o algo ha captado su atención?, porque rápidamente invierte la petición: “Ahora dame agua tú”.
De repente, de lo natural se pasa a lo sobrenatural; de hablar de algo externo a hablar de su corazón. ¿Dónde está tu marido? No más rodeos, no más palabras de doble sentido… (Sé quién eres, conozco tu historia, así que conozco tu corazón. Sé que tu vida es un compendio de complejos, propios y ajenos, sé qué esperas cada vez que encuentras a alguien, y cómo te quedas cada vez que lo pierdes. Sé la sed que tienes en el alma).
¿No sorprende que Jesús no se pare en la relación ilícita que tiene la mujer? ¿Algunos de nosotros no nos agarraríamos a ese pecado para avergonzarla y hacerla sentir pecadora, como medio lícito para que pudiera salvarse? ¿No estaremos confundiendo el síntoma con la enfermedad? Nadie vuelve a hablar del no marido, pero la conversación entra de lleno donde Jesús la quería llevar.
La mujer salta su impedimento de género, salta su procedencia, salta su pasado y su pecado presente y, por fin, conecta con su inquietud espiritual, trascendental (parece un profeta, él sabrá cómo puedo llegar a Dios, y está conversando conmigo), pero un poco más allá, algo le dice que ese hombre, que ahora dice ser el Mesías, Dios con los hombres, podría estar diciendo la verdad. Y da un paso más…
Él se ha olvidado de su pasado, que solo es la muestra del desierto por el que transita su corazón y ella se olvida de su cántaro, de lo que rutinariamente venía a hacer, como cada día, y sale corriendo… Algo le dice que esta conversación no es normal, que este hombre no es solo un religioso. Antes ha conocido muchos, pero este parece distinto. Su corazón, sediento, le dice que aquí hay agua.
En casa, en el barrio, estaban esperando el agua, tenían sed. Lo que no sabían era que, a la vez, sus corazones estaban, aun sin ser ellos conscientes, sedientos de sentido y propósito, deseando, sin saberlo, ser amados incondicionalmente y valorados por ser ellos mismos. Así, la mujer llega y les cuenta que ha conocido a alguien que dice ser el Cristo y que ella está casi segura de que lo es por muchas razones. Y se lo cuenta de tal modo que deciden ir a ver si es verdad. Cuando llegan y lo escuchan, algo sucede en su interior… quizá lo que le pasa a nuestra boca sedienta cuando ve a lo lejos una bebida fría, que sin permiso empieza a salivar.
Por su cuenta, sus corazones empiezan a latir en una conexión incontrolable; alguien está diciendo lo que llevan toda la vida esperando oír: si beben del agua que él les ofrece no tendrán sed nunca más. Es la primera vez que se cruzan con Jesús, pero OYEN y SABEN: su interior, su alma, su corazón se encuentra en casa.
Cada uno de nosotros se encuentra falto de sentido y seguridad de ser amado incondicionalmente. Nuestra vida es una combinación en la que cumplimos responsablemente nuestras obligaciones y, a la vez, intentamos saciar nuestra necesidad de propósito como bien podemos, en ocasiones errando de tal manera que solo conseguimos tener más sed. Pero algún día Jesús se hace el encontradizo; nos cruzamos en un rincón inesperado y entabla una conversación cotidiana con nosotros. De repente y sin permiso, nuestro corazón empieza a salivar; parece que ha oído algo en un idioma que solo él conoce. Y la conversación pasa de lo cotidiano a lo eterno, de lo superficial a lo profundo, y en un instante nos ofrece agua de la que sacia la sed eterna para siempre.
Y tenemos dudas, muchas dudas; otras veces nos han querido vender propósito y hemos acabado con más sed de la que teníamos, pero algo nos dice que ahora suena diferente. Nos ha llamado por nuestro nombre, sabe nuestra vida y nuestros retos, no le ha importado que seamos de la minoría y ha pasado por encima de nuestros pecados, solo nombrándolos para que nosotros mismos nos demos cuenta que son el claro síntoma de nuestra sed.
En cuanto nos sentimos aliviados, un poquito, hidratada nuestra alma, nos vendrá a la memoria alguien a quien apreciamos y a quien recordamos haberlo visto cometiendo errores para sentirse alguien valioso. Y ni nos lo pensamos. Corremos a decirle que creemos que hemos encontrado al que nos habían prometido: Dios con nosotros.
Eva Méndez Aragay – Enfermera y Consejera – Barcelona, España
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