La cultura en la que uno nace y crece no es, pues, algo irrelevante o algo accidental de lo que se puede fácilmente prescindir, sino que configura la identidad personal, la singularidad de cada uno.
Por tanto, el conocimiento de uno mismo, así como la forma de aprehender la realidad que nos rodea, no puede prescindir de esos matices o tintes culturales que hemos ido asumiendo en un contexto cultural determinado. Esos hilos culturales asumidos en la propia identidad, esos destellos identitarios, conforman, de alguna manera, las trayectorias vitales.
No hablo de un determinismo, pues el hombre nunca está del todo hecho, pero sí de unos condicionamientos y unas características que no se pueden o deben erradicar de un plumazo. Así,
una asimilación brusca cultural para adaptarse a los ciudadanos del país de acogida, puede tener sus problemas, causar inseguridades y pérdidas de identidad que pueden ser perturbadoras. Lo que nos singulariza y nos distingue debemos de asumirlo sin complejos ni traumas, nuestras diferencias las debemos de entender siempre como diferencias enriquecedoras de los grupos humanos. El querer eliminar las singularidades de la persona y el no querer ser diferente, puede llevarnos a situaciones psicológicas anómalas como los complejos de inferioridad... cuando ninguna cultura, diferencia o singularidad debe ser renunciable. No hay culturas inferiores. Renunciar a los propios aspectos culturales por asimilarnos a otra cultura dominante o prepotente es empobrecer tanto la cultura de procedencia, como la cultura de acogida. Ambas deben salir enriquecidas en una relación abierta e
inter pares.
Lo diverso, la pluralidad, la diferencia, nunca es un factor empobrecedor. Estas diferencias asumidas en la interculturalidad, son factores enriquecedores. En lo que a cultura se refiere, nunca debemos usar los mimetismos, las renuncias rápidas y el deseo de eliminar la singularidad propia en aras de una integración fagocitaria y negativa. Las culturas que portan los nuevos ciudadanos provenientes de otros países son factores enriquecedores de nuestros grupos humanos. Los inmigrantes no tiene que autoimponerse renuncias de una forma voluntaria u obligada por el ambiente de las ciudades de acogida, sino mostrar sus valores culturales, de forma abierta, ya que estos valores están asumidos por su propia identidad personal y la renuncia puede causar trastornos identitarios.
No caminamos hacia culturas homogéneas, sino a la interculturalidad o, en el peor de los casos, a una multiculturalidad poco interrelacionada y formando departamentos estancos por no decir guetos. De ahí la importancia de una interrelación cultural entre todas las culturas que hoy se mueven en España o en Europa, sin prepotencias ni rechazos de ningún tipo. Este rechazo no sólo sería empobrecedor, sino peligroso y crearía graves disfunciones sociales. Para los inmigrantes, fingir una integración homogeneizada y llena de renuncias voluntarias por no ser diferente, es algo negativo y no deseable que puede desestructurar la personalidad y la identidad de la persona. Eso llevaría a estos nuevos ciudadanos a situaciones de inseguridad, inestabilidad, falsa autoestima y mucha vulnerabilidad ante una sociedad que no es uniforme sino diversa, plural y que debe respetar las diferencias. Por tanto hay que hacer una llamada a las sociedades de acogida para que sepan vivir una interculturalidad en el respeto a todo tipo de diferencia, así como al diferente.
El no renunciar a los valores culturales de forma mimética en relación con la cultura de acogida, es un factor positivo y que va a ayudar a los nuevos ciudadanos a tener una personalidad más estable basada en su propia identidad personal, una personalidad más fuerte en estas sociedades plurales, cambiables, en donde no se pueden ya trazar líneas culturales uniformes.
Cuando no se tiene una identidad personal estable, se queda uno a merced de los valores pasajeros, coyunturales, no asumidos en la propia identidad, sino mimetizados. Podemos caminar, así, hacia personalidades que se dejan llevar por cualquier viento nuevo de moda pasajera, dejándonos conducir, en muchos casos, por patrones culturales llenos de mediocridad y sin consistencia ni duración en el tiempo.
Nunca debemos renunciar al ser que somos, a la propia identidad curtida en los esquemas culturales que hemos mamado desde niños y tallada dentro de un marco cultural que no tiene por qué ser renunciable.
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