Estamos en una sociedad que mientras llora las muertes de ancianos en residencias por la pandemia favorece su final (y el de personas jóvenes) de forma reglada y sistematizada.
Ya expresé en un artículo anterior mi visión sobre la hoy aprobada Ley de la eutanasia en el Congreso español. Una Ley que asegura la “eutanasia activa por la que un profesional sanitario pone fin a la vida de un paciente de manera deliberada y a petición de este, cuando se produce dentro de un contexto eutanásico por causa de padecimiento grave e incurable, causantes de un sufrimiento intolerable”.
Hacía referencia en mi mencionado artículo a la inexistencia de una demanda real, y a las verdaderas carencias en la atención a las personas enfermas que sufren de manera crónica, aspectos en los que no voy a repetirme, y remito al lector a leerlo si le interesa conocer mi opinión en estos aspectos.
En el presente escrito sí quiero abordar de forma sucinta las garantías que teóricamente ofrece la nueva Ley de eutanasia para asegurar la libertad de elección de la persona que decide recurrir a ella.
El proceso lo explican como “garantista” ya que requiere una serie de trámites administrativos. Trámites que se pueden resolver en poco más de un mes (el plazo más corto de los países que han aprobado la eutanasia), y que conllevan simplemente el confirmar desde el punto de vista médico y jurídico que el paciente realiza la petición de forma expresa y acorde a la realidad médica que alude.
Una realidad médica que como mencionábamos antes se limita a “un padecimiento grave e incurable, causantes de un sufrimiento intolerable”.
Aquí la clave es “intolerable”, ya que es una valoración totalmente subjetiva del paciente que puede justificar la eutanasia en cualquier enfermedad “grave e incurable”. Dicho sea de paso, gran parte de las enfermedades crónicas pueden incluirse en este cajón de sastre: diabetes con complicaciones, bronquitis crónica (EPOC) severas, Esclerosis múltiple, Parkinson avanzado, tetraplejias o hemiplejias por accidentes de tráfico o problemas de riego cerebral (ACVA), depresiones severas, y así seguiría con todo un repaso a las múltiples patologías que pueden afectar a un ciudadano, especialmente cuando la edad avanza.
Por lo tanto, la garantía de la Ley es que no garantiza restricción alguna en cualquier patología crónica de cierta gravedad y que afecta a la persona de una forma que ella misma considera “intolerable”.
Pero al margen de la amplia puerta que se abre a todo tipo de sufrimiento crónico, es más que cuestionable que la decisión de quien hace la petición se asegure que sea libre y voluntaria.
Muchos pacientes que sufren, si el médico o la familia le sugieren o presionan (incluso con una teórica buena voluntad) con la idea de la eutanasia, pueden ceder en la propia debilidad del dolor. Un plazo de poco más de un mes para una decisión de esta magnitud es claramente insuficiente.
Yo he vivido personalmente en los 40 años de mi ejercicio de la medicina hospitalaria situaciones críticas de sufrimiento prolongado en las que muchos pacientes -estoy seguro- si no hubiese sido por el apoyo de sus seres queridos y la voluntad inquebrantable del equipo médico de sacarlos adelante, hubiesen quizás aceptado la eutanasia en su momento de mayor oscuridad. Ninguno de ellos ha dejado de alegrarse de haber sobrevivido a su proceso.
Por otro lado, la falta de apoyos sociales y sanitarios a problemas crónicos e incurables de dolor pueden abocar a la eutanasia como única “solución final” posible, o así parecerlo. De hecho, muchos de los casos que se difunden en la opinión pública como ejemplos de la necesidad de la eutanasia responden a un abandono social, sanitario o afectivo, o una mezcla de varios de estos factores. A lo que se suma a la ausencia de un acceso universal adecuado a los Cuidados paliativos (y Unidades de Dolor y Centros de Rehabilitación).
Finalmente, la desvalorización de la vida humana, como ya ocurre con el “no nacido”, llevará sin duda a una escasa ética de valores personal y social que empuje a decisiones en que la propia vida humana pierda su sentido frente al pragmatismo. En este sentido un anciano o persona discapacitada puede ver la eutanasia como “quitar una carga” a sus cercanos, máxime si estos lo ven de la misma forma; convirtiéndola en un acto de valor para así “liberar” a sus seres queridos.
Todos estos argumentos los he dado desde una perspectiva racional, sin tener en cuenta argumentos de fe o bíblicos, que los hay. Pero no quiero que parezca que la oposición a esta Ley es meramente una postura “religiosa”.
Y puedo asegurar que entiendo y conozco bien de cerca lo terrible que en ocasiones puede ser la enfermedad y el sufrimiento. Me he dolido, y a veces llorado, con pacientes que pasaban por momentos de especial quebranto. Pero entiendo que la eutanasia activa que ofrece esta Ley no es un derecho humano, ni una humanización de la Medicina, sino todo lo contrario.
Hay casos excepcionales, tan excepcionales que no he tenido ninguno en mi larga experiencia profesional; y así deberían abordarse, No con una norma general legal; que aboca a una sociedad que llora las muertes de ancianos en residencias por la pandemia a favorecer su final (y el de personas jóvenes) de forma reglada y sistematizada.
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