Son familias que luchan por seguir estructuradas, pero que, a lo largo del camino de la inmigración, se encuentran con diversas problemáticas que las pueden desestructurar. Hay que tener en cuenta que la familia es el espacio cultural y afectivo que puede generar las mejores líneas de integración del individuo en la sociedad.
Las situaciones familiares en las que vive la familia migrante son complejas. Desde las rupturas afectivas que se producen en el momento en que la madre o el padre van al país de acogida, dejando atrás al otro miembro de su pareja o a los hijos, hasta llegar a conseguir la reunificación familiar, es todo un calvario. Muchas veces se quedan a la mitad del camino, se pueden establecer nuevas relaciones por alguno de los miembros de la pareja y nacen, así, nuevos afectos que pueden hacer que la familia original salte hecha pedazos. No son pocas las lágrimas vertidas, fundamentalmente por mujeres migrantes, en los despachos de atención individualizada de Misión Urbana, ante la dura realidad de matrimonios rotos. La familia migrante es muy vulnerable, débil, frágil y sometida a múltiples presiones por tantos aspectos negativos que se dan en el ámbito de las migraciones internacionales.
Hay varios factores que hacen que muchas familias se desestructuren: La soledad en la que se encuentra el miembro de la familia que no puede conseguir sus objetivos con la celeridad que había pensado. Las políticas de reunificación familiar no son nada fáciles y habría que hacerlas más adecuadas y que favorecieran más a la realidad de estas familias. Los otros miembros de la familia han quedado demasiado lejos. Es como si estuvieran en otro mundo. Muchos de los deberes y compromisos que había contraído el miembro que sale de su país de origen tienen que pasar por las duras pruebas y presiones a que la emigración somete a todos. Muchos de los objetivos familiares que se tenían cuando iniciaron el proceso de inmigración, no se pueden sostener. Habría que crearse mecanismos y estructuras que ayudaran a que estas unidades familiares no se desintegraran. Las iglesias deberían dar alternativas e ideas, así como apoyar y/o criticar o denunciar al gobierno en sus políticas migratorias para que éstas tuvieran más en cuenta a la realidad familiar, a la familia migrante.
También, una vez que las familias ya se encuentran total o parcialmente en el país de acogida, habría que trabajar para que hubiera todos los apoyos suficientes para que se desarrollaran en plan de igualdad con las familias de origen del país que les acoge. Deberían tener los mismos derechos, las mismas atenciones y, si es necesario, hacer discriminaciones positivas que apoyen la integración de estas familias. Habría que tener especial atención a la enseñanza de los hijos de estas familias que, en muchos casos, no están al nivel del curso escolar que les corresponde. Aquí, todos los sectores sociales, religiosos y gubernamentales se deberían involucrar para que no se creen ciudadanos de segundo orden, peor preparados y con más fracaso escolar. Hacer que las estructuras educativas funcionen bien para que los hijos de las familias migrantes no sólo tengan facilidad para la enseñanza obligatoria, sino también para la enseñanza profesional y universitaria en las mismas condiciones en las que están nuestros hijos. De ahí que, incluso, se deberían apoyar las medidas de discriminación positiva en materia educativa con estos niños.
Estos niños, cuando sean jóvenes y adultos, deben tener las mismas facilidades de integración en el mundo laboral que tienen los nacidos e integrados en el país de acogida de las familias migrantes.
Si estamos formando niños y jóvenes que, después, van a formar ghetos, pandillas o tribus urbanas que se mueven en la marginación, estamos poniendo a nuestro país en situaciones que pueden llegar a ser críticas y complejas.
Las políticas familiares, así como los compromisos de la iglesia y de la sociedad, deben estar en línea de conseguir personas totalmente integradas, respetando la interculturalidad, o personas que, después, vuelven a sus países con las familias unidas, sin grandes frustraciones ni fracasos, con posibilidades de integración y de comenzar una nueva vida digna en sus países de origen sin que haya habido grandes pérdidas o rupturas en el camino.
Si queremos contemplar el multiforme rostro de Dios en las familias inmigrantes en donde hay tantos niños y jóvenes, nos tenemos que sentir llamados a que, cuando contemplemos los rostros de esos niños y jóvenes, nos podamos sentir contentos de haber cooperado a que esos rostros muestren algo de los resultados del compromiso evangélico con los más débiles siguiendo los pasos del Maestro.
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