Texto con motivo del 25 de noviembre, Día Internacional de la eliminación de la violencia contra las mujeres.
Un plato se ha roto. Ha sido impresionante el estallido. Su descomposición en infinidad de trocitos parecen transformados en afiladas puntas de lanzas.
¡Por fin se ha roto un plato!, y ha sido una mujer quien ha cometido el estropicio. Una mujer que nunca había estropeado nada. Está cansada. Está harta. Ha decidido partir algo como símbolo en contra de la sumisión. Se siente liberada, con ganas de correr descalza por toda la Tierra. A partir de ahora será capaz de defenderse sola, de ser algo más punzante, algo más parecida a esas miles de esquirlas que se esparcen por el suelo de su desesperación. Toma una y su afilado costado le corta. La sangre huele a ella, como el jugo de una hermosa uva brota de uno de sus dedos. Está viva y por eso le duele. Se contiene. No es tanto como lo que ha tenido que soportar hasta ahora. Guarda ese trocito de cristal manchado con sus glóbulos rojos en un pequeño frasco, como memoria viva de la decisión que ha tomado tras muchos años de dudas. Ahí está su sangre y ahí está ella, en esa esquirla como punta de lanza con la que ha de defenderse de ahora en adelante.
De sobrevivir se trata. No hay más opciones. Le da igual ganar o perder, pero no desaprovechará la oportunidad de defenderse, de opinar, discrepar, hablar al fin y al cabo, no callar más. No más garganta dormida. No más silencios.
Esta mujer se ha convertido en rompedora de platos. A su paso caen esquirlas como estrellas rotas que se precipitan al vacío. Todo lo que toca se le convierte en sangre de reconocimiento de su existencia. En sangre de generoso amor nunca más obligado. En sangre de igualdad. Abandonó su fragilidad para ser inquebrantable.
Esta sangre de quien durante años fue una torre herida, se extiende como ejemplo a otras mujeres que han decidido coordinarse para estrellar todo aquello que nunca se habían atrevido a romper. Saben que la libertad duele. A partir de este paradigma, se derraman como almas despiertas que dirigen sus veleros con frenesí.
Ante la noticia, los periodistas se han vuelto locos y entrevistan a todas aquellas que dejan fluir su sangre-dolor, su sangre-vida, su sangre-realidad. Las cadenas de televisión no hacen más que transmitir historias. Es así como las mujeres pueden exponerse, dar testimonio y ser novedad a los hombres.
A partir de aquí, ellos parecen entender el pasado. Ellos parecen aceptar el presente. Sin embargo, las mujeres se preguntan cuánta sangre más precisan para conquistar, en un terreno de igualdad, el futuro. Están seguras de que no hay marcha atrás. Están dispuestas a todo.
Hoy el mundo despertó temprano a causa de las voces. La solución final se acerca. Son ellas, las mujeres reagrupadas como hermanas en las calles, juntas como huracán que gira y gira a la par que avanza recitando:
¡Venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver
la sangre por las calles,
venid a ver la sangre
por las calles!*
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