Es la felicidad pasajera de la continua sustitución de unos objetos que, rápidamente, pasan a carecer de sentido, por otros que, por su novedad transitoria, produzcan un instante de ilusión en donde algunos basan su felicidad. Una felicidad que no es duradera ni consistente. Ya no se compra sólo aquello que nos sirve para la satisfacción de las necesidades esenciales del hombre. Se ha pasado a lo que se podría llamar la cultura de la insaciabilidad. Nos hacemos esclavos de las cosas y nos obsesionamos por el mero poseer objetos que, inmediatamente después de conseguidos, dejan de causarnos ilusión. Para mantener unos mínimos de felicidad ilusoria, necesitamos pensar en el cambio, en la adquisición de nuevas cosas. Caemos así en un horizonte humano de sustituciones sin límite que nunca sacian. Una loca y necia carrera que no nos lleva a ningún sitio. Es la esclavitud de la posesión. Vivimos como posesos, poseídos del afán de poseer, poseídos por los demonios del consumo sin límites.
Estamos en medio de las sociedades del consumo. Para muchos son el paraíso en la tierra, un paraíso en donde sólo es necesario alargar la mano y coger del fruto no prohibido y al alcance de muchos. Para estos, la sociedad de consumo es ese paraíso en donde se puede disfrutar de bienes casi ilimitados en lo que basan su concepto de desarrollo humano. Un desarrollo basado en la obsesión por poseer y en meros parámetros económicos que dejan a muchos hombres en el subdesarrollo de muchas otras de sus posibilidades humanas de amar, de solidarizarse, de buscar otros aspectos culturales, éticos o morales. Por eso las sociedades de consumo tienen sus críticos que pueden acusar a estas sociedades de ser materialistas y de no poder desarrollar sus facetas de solidaridad humana quedando ancladas en un egoísmo que les impide ver los desequilibrios del mundo y escuchar el grito de los desposeídos de la tierra.
Yo creo que el cristianismo, fundamentado en el ser más que en el tener, en la idea de una projimidad solidaria, en el hecho de una conversión que, como en Zaqueo, nos debe llevar a repartir solidariamente tanto lo ganado como lo robado, debe estar en contra de estas sociedades consumistas que conducen a un materialismo burdo. Nadie duda que la moral cristiana, la ética que emana del cristianismo, nos debe de dar las pautas necesarias para que los cristianos se puedan situar con discernimiento y con criterio ante el consumo desmedido de estas sociedades enriquecidas. Los valores del cristianismo son contracultura ante los valores consumistas o, si se quiere, ante el único valor vigente en las sociedades de consumo: el tener y el poseer cosas materiales.
El cristianismo da unas ideas de igualdad y de justicia entre los hombres, de manera que el cristiano no debería buscar su felicidad en el poseer tantas cosas, fundamentalmente cuando hay en el mundo tantas personas que carecen de lo mínimo imprescindible para satisfacer las necesidades primarias de alimentación, medicinas, higiene, educación y cultura. Cuando se pierde la idea de justicia que hace a todos los hombres iguales, perdemos nuestra humanidad y nos convertimos en sostenedores de un consumo que ya no es humano, pues margina y empobrece a nuestros prójimos, a nuestros hermanos y coetáneos. Es el consumismo inhumano que empobrece el concepto de hombre. Debemos de tender hacia un consumo sostenible en el que haya que hacer renuncias para que otros puedan acceder a lo mínimo necesario para desarrollarse como personas con dignidad. El consumo debería implicar toda una ética basada en ideas de justicia e igualdad de todos los hombres ante los bienes del planeta tierra. Los que sólo piensan en ampliar sus almacenes son calificados por Dios como necios. Personas alejadas del plan de Dios y de los valores solidarios del Reino.
Así,
los cristianos que vivimos en los países de consumo desmedido, deberíamos adoptar estilos de vida diferentes, solidarios y ejemplares sin caer en la esclavitud de la posesión ni centrar nuestra felicidad en el continuo cambio de cosas. Los cristianos deberían ser los hombres libres de las sociedades de consumo, hombres que no han llegado a quedar presos de las redes del consumismo. El consumo de los cristianos debería ser aquel en el que quedara garantizado que no daña ni despoja al resto de los seres humanos del planeta tierra. El cristiano debe saber que la felicidad no se encuentra en una idea de posesión loca que no solo nos esclaviza, sino que nos deshumaniza y nos descristianiza.
La felicidad cristiana se basa en lo antagónico a la sociedad del consumo: “Es más feliz dar que recibir”. Lo otro son formas de materialismo que llegan a cosificar hasta el propio prójimo con quien yo me relaciono de forma interesada y utilitarista. El cristianismo debe desarrollar una ética social solidaria que compense las desviaciones de la locura consumista que esclaviza. Tenemos que evitar que los valores de la loca sociedad de consumo arraigue en el seno de la propia iglesia.
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