El zurdo

El papel quedó emborronado a causa del sudor y del continuo arrastre del envés de la mano por encima de la tinta. 

Aún le quedaban respuestas por contestar. El corazón acelerado le golpeteaba en el pecho con ese pum-pum-pum, nada propicio para atemperar los nervios.  

No voy a terminar. Se decía a sí mismo mientras la profesora se iba acercando poco a poco hacia donde él estaba. 

Ella, la señorita más guapa, más dulce de todo el colegio, era su profesora aquel curso y él, un niño atolondrado, se  esforzaba por hacerla feliz con el trabajo bien hecho. Pero su torpeza al escribir, su lentitud para que la letra plasmada fuera legible, ralentizaba mucho su tarea. 

Cada día se quejaba por esa tonta dificultad que le ocasionaba el ser zurdo. 

Quedan 5 minutos. Oyó la suave voz de la señorita e intentó controlar sus nervios.  

La mano temblorosa ansiaba redondear las letras para que quedaran impresas con la mayor claridad posible. 

Ella, la joven profesora, se acercó hasta el pupitre e inclinándose, tomó la trémula mano del niño y juntos, como un solo miembro, terminaron el ejercicio en silencio, lentamente, con una complicidad que tan sólo ellos percibieron. 

Dios es así. Toma mi mano torpe cuando yo no consigo terminar lo que tanto me cuesta ayudándome sabiamente a solventar las dificultades. 

Un Dios que se inclina, que me muestra una complicidad que no merezco, de la que no soy digna, pero que aun así, se presenta presto a cooperar  haciéndome sentir que no estoy sola, que Él está cercano. 

Me sobrecoge la idea de sentirme amada, mimada por un Dios tan grande, por el único Dios. 

Emociona sentirse así. Me siento orgullosa de ser receptora de un amor inusual derramado sobre alguien que aún tiene que aprender a escribir con letra clara, con palabras legibles y sencillas la historia de su vida.