Hoy, en medio de nuestra economía liberal y el culto al dios mercado capitalista, somos el motor de nuevas migraciones de personas que se juegan la vida por participar de nuestro paraíso de bienestar. Quieren participar de algo que, en justicia, a ellos también pertenece.
Yo creo que los cristianos tienen mucho que decir en torno a las políticas de inmigración y la situación de los inmigrantes en nuestros países, porque la iglesia es iglesia en el mundo que no se limita solamente a dar alimento espiritual a la membresía que se mueve dentro de sus cuatro paredes. El mundo entero se mueve dentro de nuestras ciudades. Hoy, las políticas sobre inmigración son de una importancia capital.
En este momento, en un mundo en donde los países se convierten en un mosaico multicultural, multirracial, multiétnico y multilingüe, los cristianos tienen ante sí un reto que está también en línea con las políticas de inmigración y con el trato que la sociedad da a los inmigrantes provenientes de países lejanos. A la iglesia compete analizar las políticas de inmigración, influir sobre ellas, definirse sobre temas como el racismo o la xenofobia, temas como la opresión y el salario justo de los trabajadores extranjeros, el maltrato o la explotación de las personas, denunciar la injusticia manifiesta contra el extranjero y, si es necesario, manifestarse públicamente en defensa de los intereses de los inmigrantes como personas más débiles. La iglesia tiene que promover el respeto a los diferentes acercándoles el reino de Dios que también implica justicia.
Y si esto compete a líneas políticas internas dentro de las fronteras de nuestros países, también los cristianos deben tener una preocupación internacional, de misión, intentando que se fomenten políticas valientes en tres ámbitos fundamentales: La lucha por la cancelación de la deuda externa que imposibilita el desarrollo de los pueblos; la lucha porque estos pueblos posean la propiedad de sus recursos naturales, su explotación y su colocación en los mercados internacionales a precios justos; el problema de la distribución de las tierras. Todas estas cuestiones pertenecen tanto al ámbito de la responsabilidad cristiana ante el prójimo, como al ámbito de la acción política. Una pastoral de la inmigración debe trabajar con la Biblia en una mano y con el conocimiento de los datos sociológicos, económicos y políticos en la otra. El conocimiento bíblico y el conocimiento de la realidad sociopolítica debe ser compartido por los cristianos.
Los cristianos pueden, sin duda, llevar valores a la política que favorezcan los procesos de integración, que eviten los ghettos, que favorezcan la pluralidad y el respeto a las diferencias, que eliminen los fanatismos identitarios tanto dentro como fuera de las congregaciones, o sea, en el seno de la sociedad de acogida. Si los cristianos dan la espalda a estos nuevos ciudadanos de allende los mares y las fronteras, y entran ciertos fanatismos identitarios en las congregaciones, los cristianos inmigrantes podrán poner en tela de juicio el eurocentrismo del cristianismo. Desde su marginación y soledad nos llegará la invitación a la vivencia de un cristianismo universal, capaz de inculturarse en el seno de cualquier cultura de la tierra.
Muchas veces en nuestras congregaciones se activan ciertos sentimientos de misericordia que nos lleva a ciertas ayudas asistenciales, que no están mal, pero todo debe culminar en una acción sociopolítica que proviene de la captación de una visión global del fenómeno migratorio que supera lo meramente asistencial y que asume igualmente toda su dimensión social, económica y política, pues la vivencia de la espiritualidad cristiana no es ajena a todas estas dimensiones de la vida. El cristianismo es integral.
Si no debe haber inmigrantes ni extranjeros dentro de la casa de Dios, en donde no debe haber nación ni raza ni etnia que separe los diferentes colectivos humanos, si la iglesia no debe ser extranjera en ningún lugar del planeta ni para ningún hombre, si nadie debe sentirse extranjero en la casa de Dios, son los cristianos los más preparados para llevar también a la sociedad civil estos valores e ir haciendo que vayan tomando cuerpo también en la realidad sociopolítica.
La iglesia y los cristianos deben también implicarse para que haya políticas que favorezcan el derecho a no emigrar. Todos deberían de tener la posibilidad de poder quedarse en sus países de origen sin ser objeto de despojo, esclavitud o pobreza. La iglesia debería promover, usando incluso, cuando sea necesario, los cauces políticos, para que muchos puedan conservar su derecho a vivir en dignidad entre los suyos, porque la tierra y todos sus bienes pertenecen a todos. Esto le llevaría a un sentido misionero allende fronteras intentando el cambio de las estructuras injustas y sistemas que expulsan a las personas de sus tierras y de sus hogares. En todos estos temas, la responsabilidad cristiana tiene que estar pendiente también de la responsabilidad política y de cómo desde ésta se legisla o se trabaja para o con los inmigrantes.
La iglesia en temas de inmigración debería llegar a la denuncia sociopolítica como una cuestión de justicia. En el trato a los inmigrantes se pone en juego la credibilidad de la iglesia, la dignidad de los propios inmigrantes y nuestra propia dignidad. Cuando los cristianos nos solidarizamos con ellos, no solamente los dignificamos, sino que nos dignificamos a nosotros mismos ante Dios y ante los hombres. El caso de los inmigrantes es un ejemplo típico de cómo la responsabilidad cristiana no puede dar la espalda a la responsabilidad política. La fe y la política no son siempre dos ámbitos de la realidad que se extrañan.
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