Las cosas más simples hacen que, en el transcurso, los días, se tornen entrañables.
Los objetos son simples elementos que usamos para diversas actividades, acciones, trabajos. Son complementos, cosas a las cuales damos utilidad.
Cambia diametralmente su sentido cuando ese objeto en cuestión posee una historia. Cuando al rememorarlo te roba una sonrisa, o como en el caso de hoy, me lleva de vuelta al pasado para sutilmente regalarme un ramalazo de nostalgia.
He recordado un hecho ocurrido hace aproximadamente tres años.
Me encontraba en el hospital acompañando a mi compañero de viaje que tenía que ser intervenido quirúrgicamente. Los que habéis tenido la experiencia de pasar tiempo en un hospital sabéis lo agradable que resultan esas visitas que de forma momentánea te ofrecen un poco de aire fresco y te evaden por un espacio reducido de tiempo de la realidad en la que estás inmerso.
Esa tarde apareció mi madre para hacernos una visita. Después de pasar un buen rato con nosotros obligándonos a olvidar por unos momentos la rutina en la que estábamos sumergidos, me dejó una bolsa con un par de naranjas para que me las comiera en la cena. Ella sabe cuánto me gustan las naranjas y fue para mí una ofrenda cargada de cariño.
Aquella noche cuando fui a degustar la dádiva cítrica, encontré dentro de la bolsa y envuelta en una servilleta, la navaja de mi padre.
De pronto al ver aquel objeto me inundó una profunda emoción. Un elemento cotidiano que en aquella aséptica y fría habitación de hospital me llevó de vuelta a mi infancia.
La navaja de mi padre era un utensilio que sólo él estaba autorizado a usar. Nadie tomaba su navaja para uso propio, para ello estaban los demás cuchillos dispuestos en el cajón de los cubiertos. La navaja era un elemento sagrado.
Cada día, cuando mi padre volvía de su trabajo, depositaba de forma rutinaria en la mesa de la cocina su talega y la navaja. Cuando veías esas dos cosas encima de la mesa sabías que la jornada de trabajo había concluido y que papá estaba de nuevo en casa.
Mis hermanos y yo jamás nos atrevimos a usar lo que nos estaba vedado. Sabíamos que usarlo sería causa de desobediencia y que tal acción provocaría una reacción que no queríamos causar.
Con el pasar de los años, una comprende el por qué de los asuntos que en la niñez carecían de lógica. Observas desde la madurez el sentido de los sinsentidos. Las prohibiciones que en su momento me parecían un guiño de egoísmo son percibidas en el ahora con matices de protección, de cuidar a los tuyos, velar para que nada malo les pueda acontecer.
Las cosas más simples hacen que, en el transcurso, los días, se tornen entrañables y que a través de unas naranjas y una navaja envuelta en una vieja servilleta te hagan recordar escenas que aparentemente estaban ocultas, sesgadas, lejanas y lamidas por el tiempo.
Aquella noche, teniendo la navaja en mis manos, comprendí que ya estaba autorizada a usarla y que mi padre se desprendía de ella para hacerme llegar desde donde él estaba su consentimiento envuelto en ternura.
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