En esta historia destacan dos grandes temas: el don de Dios, encarnado en la persona de Cristo y la espiritualidad de Dios.
Samaria fue en su origen capital del territorio ocupado por las 10 tribus judías. Pero la Samaria israelita tuvo una vida de sólo 160 años. Invadida por el imperio asirio la cultura judía fue destruida en gran medida. Los judíos puros consideraban a los de Samaria extranjeros impuros por su matrimonio entre los judíos que allí quedaban con los grupos llegados de Asiria.
Cuando Jesús inicia la conversación con la mujer samaritana, ésta le reprocha: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana?”. Añade el autor del cuarto Evangelio.: “Porque judíos y samaritanos no se hablan entre sí” (Juan 4:9). Lo samaritanos eran considerados gentiles por los judíos y no había trato posible entre ellos. A tal extremo que cuándo Jesús instruye a los discípulos para su primera actividad misionera, les dice: “Por camino de gentiles no vayáis, y en ciudad de samaritanos no entréis” (Mateo 10:5). Parece que tiempo después cambia de opinión y envía mensajeros delante de él para que preparen su llegada a una ciudad de Samaria, “más no le recibieron” (Lucas 9:52).
La historia de la mujer samaritana se inicia con un viaje de Jesús de Judea a Galilea. “Le era necesario pasar por Samaria” (Juan 4:4). Llega a una ciudad de Samaria llamada Sicar, en la ruta principal entre Jerusalén y Galilea. En las afueras de Sicar estaba aún el pozo que los criados de Jacob abrieron por orden de éste seis siglos antes. Era un pozo hondo, según observación de la Samaritana. Una medición de 1933 le daba 39 metros de profundidad. En mis viajes a Israel he estado dos veces en este pozo y he sacado agua con un cubo, del que he bebido.
Jesús, cansado del camino, se recostó en el brocal del pozo. ¿Qué hacia allí? ¿Estaba realmente cansado o esperaba a alguien? El sabía quién era la persona que llegaría, porque lo sabía todo. Llegó al pozo antes que ella. Dios siempre llega antes que nosotros. Siempre nos está esperando. Llegó la Samaritana, una mujer bellísima. Sostenía un cántaro que esperaba llenar de agua para el hogar.
La larga conversación que tiene lugar entre Jesús y la Samaritana es un ejemplo de cómo se ha de tratar a una persona que queremos ganar para nuestra fe. Con amor y paciencia, ignorando los primeros desprecios. La hora sexta correspondía al medio día, no a las seis de la tarde como algunos han escrito.
Jesús fue el primero en hablar: “Dame de beber”. La Samaritana responde con un despectivo “judío”. “¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber que soy mujer samaritana?”. Tal vez judíos y samaritanos se diferenciaban en la forma de vestir o por alguna peculiaridad del lenguaje.
Jesús no se inmuta.
La mujer recibe un golpe de sorpresa. Si supiera quien era su interlocutor ella le pediría a él y recibiría otro tipo de agua.
Es cuando la mujer pasa de judío a Señor. Responde: “Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo”.
Un paso más por parte de la Samaritana. Del judío pasa al Señor y del Señor simple al Señor poderoso. Oyendo que Jesús se refería a otra agua mágica le cree investido de poder sobrenatural y le pide: “Señor, dame esa agua para que no tenga yo sed, ni venga aquí a sacarla”.
En ese momento Jesús da un giro extraño a la conversación. Abandona el tema del agua y dice a la mujer: “Ve, llama a tu marido y ven acá”.
El hijo de Dios sabía que aquella mujer no tenía marido. Pero pone el dedo en la llaga que más duele. Avergonzada, confiesa: “No tengo marido”. Y era verdad. No estaba casada con el hombre que ahora tenía como pareja.
Es cuando la Samaritana da otro paso importante en el reconocimiento sobrenatural del hombre que tenía ante ella. A la observación de Cristo que había tenido cinco maridos, contesta: “Señor, me parece que tú eres profeta”.
De judío pasa a Señor, de simple Señor a Señor poderoso, de Señor poderoso a profeta y cuando concluye la conversación ya le parece el Mesías. Olvida el pozo, el cántaro, el agua, corre a la ciudad y grita a sus habitantes: “Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuánto he hecho. ¿No será éste el Cristo, el Mesías?”.
¡Pobrecita samaritana! ¡Siento un cariño especial hacia ella! Tendría unos 16 años antes de su primer matrimonio. Se la describe como una muchacha alta, atractiva, de bellos rasgos semíticos, el pelo recogido en dos trenzas que le caían espalda abajo.
A la niña samaritana le llega la hora del amor.
También la hora del matrimonio. Las mujeres en Israel se casaban muy jóvenes.
En el primer matrimonio, todo nuevo, todo hermoso. Hasta que llega el deshonor para ella: el divorcio.
No pasa nada. El corazón físico admite el trasplante. El corazón sentimental conoce el desplante y el trasplante. El mundo no termina en Tombuctú. El amor tampoco.
Llega el segundo: “Samaritana, ¿quieres casarte conmigo?”.
¡Bueno! Segundo matrimonio, segundo divorcio.
Llega el tercero: “Samaritana, ¿quieres casarte conmigo?”.
¡Sí!
Tercer matrimonio, tercer divorcio.
El cuarto: “Samaritana, ¿te casas conmigo?”.
¡Por qué no!
La pretende el quinto: “¿te casas conmigo, Samaritana?”
¡Me casaré!
Quinto matrimonio, quinto divorcio.
Se le acerca el sexto:
“Samaritana, ¡qué guapa eres!”
“Lo sé”.
“¿Te casas conmigo?”.
“¡No!”.
“¿Por qué?”.
“He tenido cinco maridos y todos me han divorciado”
“¡Pero yo seré distinto!”
“Eso decían todos”.
“Yo te cuidaré”.
“¡No me caso!”
“Pues vivamos juntos y probemos cómo nos va!”
“De acuerdo”
Y cuando la Samaritana está frente a Jesús, el Maestro le recuerda toda su vida sentimental: “Cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes no es tu marido”.
¡Señor, Señor, no seas cruel con la pobre mujer!
Para entender tantos divorcios hay que tener en cuenta que las leyes judías de entonces lo autorizaban simplemente porque el marido creía haber descubierto algo malo en la mujer. Pero, como recoge el segundo tomo de Enciclopedia de la Biblia, el hombre podía pedir el divorcio simplemente “porque cocinaba mal o porque prefería a otra”. En tiempos actuales, el Gran Rabino de Israel afirmaba hace poco que también el hombre podía vivir el divorcio religioso (no el civil), si la mujer tenía mal aliento.
Le bastaba al hombre repudiarla con una carta de divorcio que entregaba a la esposa, enviándola a casa de sus padres.
En esta historia destacan dos grandes temas: el don de Dios, encarnado en la persona de Cristo (Juan 4:10) y la espiritualidad de Dios. Absolutamente a nadie, ni a discípulo alguno, Jesús revela lo que a la Samaritana: “Dios es espíritu” (Juan 4:24).
Alargo poco más este artículo para dignificar la persona de Cristo que en su conversación con la mujer rompe todas las barreras de la discriminación.
La discriminación sexual. Un líder religioso judío no podía hablar en público con una mujer. Jesús lo hace.
Discriminación social. Los más puritanos considerarían a la Samaritana como prostituta y no hablarían con ella. Jesús sostiene una larga conversación.
Discriminación nacional. Un judío no podía hablar con una samaritana de origen caldeo; a Jesús le importa poco el qué dirán.
Discriminación religiosa. Lo samaritanos se gloriaban de practicar la verdadera religión de Jehová. Los judíos los odiaban y no los trataban.
Si discriminar es dar trato desigual a las personas por motivos raciales, políticos, sexuales o religiosos, Jesús jamás lo hizo durante su permanencia en la tierra. La bella historia de la mujer samaritana es ejemplo de ello.
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