Muchas veces pienso que si el hombre es sensible al dolor y quiere hacer suyo el propio dolor del Maestro Jesús, por qué no es igualmente sensible al dolor del prójimo sufriente. El amor a Dios y el amor al prójimo se pone en la Biblia en relación de semejanza. Así, también, para el buen prójimo, el dolor de Jesús en la cruz, la pasión del mismísimo Hijo de Dios, con el cual nos sensibilizamos e incluso nos queremos hacer partícipes, nos debería llevar también a la sensibilización y solidaridad con el dolor del prójimo, sensibilizarnos contra la injusticia que hoy está haciendo sufrir a tantos hombres. El sufrimiento por despojo y rapiña que acaba condenando a tantos inocentes.
No es consecuente ni honesto pararnos ante el dolor de Jesús y dar la espalda al dolor de aquellos a los que Jesús llamó amigos. Un Jesús que se hermanó con todos los hombres.
La memoria del Crucificado que es la Semana Santa para los hombres, nos debería llevar a la memoria que hemos de tener de nuestros coetáneos, de los que, en nuestro aquí y nuestro ahora, están sufriendo el hambre, la exclusión o la opresión. La mirada que tantos hombres y mujeres van a lanzar, llenos de compasión, al Jesús crucificado, debería, de alguna manera hacernos caer en la cuenta de tantos sufrientes en el mundo hoy... abandonados, excluidos, pobres, sin los medicamentos necesarios... en la infravida, en el no-ser de la marginación. Quienes al mirar al crucificado no se acuerdan de los sufrientes del mundo, no están celebrando bien la Semana Santa. Están celebrando los ritos y tradiciones de una semana que ha perdido el calificativo de Santa.
Semana Santa es tiempo de procesiones en nuestro país. Para mí, tendrían credibilidad si los cristianos también hicieran otro tipo de “procesiones”: las “procesiones” o marchas en solidaridad con los inmigrantes dentro de nuestras puertas, contra la feminización de la pobreza, contra tantos excluidos que conforman como un sobrante humano, contra los injustamente empobrecidos, contra los oprimidos del mundo. Estas deberían ser también “procesiones cristianas”.
La voz de los cristianos debería ser como un megáfono que atronara a los injustos del mundo. Si existieran este tipo de procesiones organizadas por los religiosos, quizás yo no criticaría las procesiones y los pasos de Semana Santa, aunque puedan comportar estigmas idolátricos. Hay otras idolatrías. Las otras idolatrías son peores. Detrás, y como fundamento de tanto sufrimiento del mundo y de tantos excluidos, está la idolatría fundamental: la del dinero, la del dios Mammón, la del dios de las riquezas. La auténtica “procesión” cristiana sería la que saliera al mundo, llevando los valores del Reino en un movimiento de liberación dentro del concepto de un Reino de Dios que ya está entre nosotros. Para una auténtica redención de la humanidad harían falta agentes de liberación que pusieran en práctica los valores de las Parábolas del Reino.
Yo me sentiría más cerca de los cofrades que pasean las catorce estaciones del “vía crucis”, si viera que esos mismos cofrades son los que están paseando por el mundo, en procesión singular, la solidaridad para con los pobres y los oprimidos...
aunque yo, y mis hermanos evangélicos, tampoco hacemos tanto. No cogemos las velas en las procesiones, pero tampoco agarramos con fuerza la antorcha de la justicia. No nos comprometemos a tope con el concepto de projimidad de Jesús. ¡Ojalá que, pensando en el rostro del Dios sufriente, caigamos en la cuenta de que no hemos de huir del rostro del prójimo sufriente!
Éste nos interpela al igual que el rostro de Jesús. El rostro del Jesús migrante, el rostro del Jesús sufriente, el rostro ensangrentado del Nazareno, lo podemos ver en el trabajo social de tantos voluntarios y otros agentes de liberación comprometidos con la pobreza del mundo, lo podemos ver en Misión Evangélica Urbana, en las imágenes que la televisión nos da de los pobres y los oprimidos de la tierra, en el rostro de un niño que muere de hambre o en el de la madre que sujeta el cadáver de ese niño.
Para esto sí que me uniría yo en procesión, porque la pobreza del mundo es un escándalo vencible.
Y si los cristianos no gritamos a favor de la justicia en estos días en los que contemplaremos el rostro del Jesús sufriente, quizás las piedras tengan que gritar por nosotros como si fueran el sonido de una saeta liberadora. Una saeta, a su vez crítica, contra los cristianos unidireccionales que sólo pueden ver, de año en año, el dolor del rostro de Jesús. Una saeta que nos llama a una nueva procesión: la de la solidaridad con los pobres del mundo. Esta procesión creo que estaría más de acuerdo y en consonancia con el Jesús crucificado.
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