Más allá de la libertad de creencias, en este caso no está sólo en juego la libertad de pensamiento de cada cual, sino la salud de quienes rodean a los antimascarillas.
Ayer se produjo una manifestación en la plaza de Colón de Madrid donde unas dos mil quinientas personas expresaron su disconformidad con el uso obligatorio de mascarillas para prevenir el contagio y expansión de la covid-19.
En primer lugar, quiero defender la opción de cada cual a estar de acuerdo o no con las normativas e ideas, incluso aunque vayan contra toda evidencia científica y racional (mientras no lesionen la libertad del otro ni pongan en riesgo la vida ajena). Si los terraplanistas consideran que la esfera terrestre es plana, están en su derecho. Podré discrepar, intentar convencerles de la evidencia contraria, pero nadie va a caer al abismo sideral porque defiendan sus ideas.
En segundo lugar, más allá de la libertad de creencias, en este caso no está sólo en juego la libertad de pensamiento de cada cual, sino la salud de quienes rodean a los antimascarillas.
Es justo reconocer que la sociedad científica ha dado bandazos en torno a la necesidad y beneficios del uso de las mascarillas en la expansión del coronavirus, lo cual le ha restado credibilidad. Pero la ciencia, especialmente ante situaciones nuevas y desconocidas como esta, aprende y saca conclusiones de la prueba-error. Y es una evidencia a día de hoy que el uso adecuado de la mascarilla es útil para prevenir que una persona contagiada (incluyendo asintomáticos) infecte a quienes estén cerca de ella.[i]
Por ello, nuestra responsabilidad ante “el otro” (nuestro prójimo, diríamos “en cristiano”) del uso de la mascarilla como método de prevención de la diseminación del covid-19 es total.
La libertad de pensar que la mascarilla no es útil no elimina la necesidad de su uso en situaciones (como la actual española) en las que estamos en una nueva curva de ascenso de casos. En las circunstancias que existen a día de hoy en España, quien no usa la mascarilla fuera de su hogar, al igual que quienes se reúnen en encuentros sociales o masivos sin respetar las medidas básicas de distanciamiento social, son potenciales agentes de la extender la enfermedad e incluso la muerte a quienes le rodean y a sus contactos (y a ellos mismos).
Convierten así un teórico ejercicio de libertad en un libertinaje irresponsable, que atenta contra la vida y la familia, valores que a menudo defendemos los cristianos como pilares básicos de la sociedad.
Esto no significa asumir de forma acrítica cualquier medida que tome el Gobierno (de hecho, como los científicos, ha dado bandazos), pero en este momento que vivimos en España creo que la mascarilla está justificada y es necesaria.[ii]
Fue Dios mismo quien inventó la cuarentena para el pueblo de Israel, ante enfermdades infecto-contagiosas. Jesús pidió a los diez leprosos sanados que fuesen al sacerdote para cumplir las normas sanitarias (y religiosas) de su tiempo. El reformador Martín Lutero entendió perfectamente este principio, cuando ante la terrible epidemia de peste bubónica en su país expresó: “Debo evitar lugares y personas para quienes mi presencia no es necesaria para no contaminarme, y posiblemente infectar y contaminar a otros para causar su muerte como resultado de mi negligencia”. Es decir, no sólo soy responsable de mi vida, sino de evitar que otros enfermen y la pierdan.
Libertad de pensamiento sí. Cumplir medidas que evitan el daño a la vida, la familia y la sociedad también. Y si ambas entran en conflicto, quien así lo crea que siga pensando que está en desacuerdo, pero cumpla con la normativa aunque continúe creyendo en su disidencia con lo estipulado. Sobre todo cuando -seamos sinceros- llevar una mascarilla es el menor de los problemas, molestias o inconvenientes que podemos tener en este tiempo convulso.
¡Obedeced, obedeced, insensatos! Que diría Gandalf.
[i] Dos matizaciones: hablamos de las mascariilas higiénicas o quirúrgicas (ya que hay otras para uso del personal sanitario que también previenen el contagio del trabajador); y el uso de mascarilla en absoluto elimina la necesidad primordial del lavado de manos frecuente y evitar tocarse la cara.
[ii] Otra cuestión aparte sería que en la aplicación de medidas existiese un trato discriminatorio a un colectivo específico (por ejemplo las iglesias frente a los locales de ocio), pero esto no se ha producido en España.
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