Cuando hablas con el Señor reafirmas tu fe. Te haces presente ante su presencia. Renuevas tu confianza en él.
—Yo no sé rezar —le dijo.
La miró, su mirada volvía a ser límpida.
—Nadie lo sabe. Para aprender, antes hay que dejar a un lado el orgullo*.
Admiró la respuesta, la guardó en su mente para meditarla más tarde y continuó con más preguntas.
—¿Es necesario rezar?
—Sí. Mucho. Es más necesario para ti hacerlo que para Dios escucharte. Él ya sabe cuáles son tus necesidades más íntimas. Conoce tus fracasos y todos aquellos éxitos que es posible no le agradezcas lo suficiente. No necesita que le recuerdes nada, como unos padres terrenales no necesitan que sus hijos le recuerden lo que les hace falta y lo que les duele, porque lo único que quieren es que sus hijos sean felices.
—¿Conoce todas nuestras necesidades aunque no hablemos con él? Parece que a veces no está lo suficientemente atento a nuestros padecimientos.
—Todas, no tengas dudas.
—¿Y por qué en el mundo siguen pasando catástrofes, se siguen sufriendo calamidades, por qué el mundo sigue como loco, a su aire, y es destrozado? ¿Por qué Dios no arregla eso?
—Desde el principio de los tiempos el Señor nos entregó la Creación para que la cuidásemos. Es nuestro cometido. Es nuestra responsabilidad. ¿Delegas la tuya en otros personas o cumples con ellas?
—Procuro cumplir con ellas lo mejor que puedo —respondió.
—Pues de la misma manera no podemos devolver al Señor la encomienda de cuidar el planeta.
—¿Y por qué hay tantas enfermedades mortales que se llevan a gente buena al otro mundo?
—Todos, malos y buenos, vamos a morir de una forma u otra. Nuestro paso por la tierra es breve. Vivimos tiempos de alegría y de tristeza, de enfermedad y de salud, de la ilusión de proyectos por alcanzar, y proyectos alcanzados, también de desilusiones. El Señor está por encima de todo, controlándolo todo. Y aunque no nos retira su confianza, permite el sufrimiento y no sabemos por qué. Al contrario de lo que dicen muchos, no se divierte viéndonos sufrir, ni es cruel. A nosotros nos toca aprender a vivir y a morir de la mejor manera, con toda la humildad posible.
—Sí, te entiendo. Me ha sorprendido tu respuesta de antes, eso de que somos nosotros los que necesitamos hablar con él, que él es amoroso y que conoce todo lo que nos hace falta, incluso está al tanto de nuestro dolor. Siempre he oído a gente decir que Dios se enfada, que Dios castiga, que usa una espada para hacernos volver al camino recto, que nos maldice si nos equivocamos. Han sido muchas las veces que me he preferido huir, o me he dirigido a él con este miedo profundo que menciono y, más que un padre, he visto a mi peor enemigo. Un ente hostil que me acecha, que espera que cometa algún error para castigarme eternamente, que me condena incluso por faltas que ni siquiera soy consciente de haber cometido.
—Cuando hablas con el Señor reafirmas tu fe. Te haces presente ante su presencia. Renuevas tu confianza en él. La oración te lleva a agarrarte, hace que te sientas protegida y consolada. Hablar con él nos conforma y sentimos de su parte lo más parecido a una hermosa caricia.
—Entiendo —le dijo.
Las dos guardaron silencio. Estaban sentadas en la orilla, mirando al frente, observando la pequeña porción de Mediterráneo que baña su hermosa ciudad. Algunas gaviotas las sobrevolaban soltando algunos graznidos.
La chica colmada de incertidumbres volvió a retomar la palabra.
—No podemos manipular al Señor. La oración es eficaz en recordarnos su amor en nuestra vida diaria, pero no somos nosotros los que llevamos la voz cantante.
—Eso es. En la espera mostramos nuestra constancia, porque el mal está tan presente como la cizaña entre el trigo. Recuerda que permanecerán juntas hasta la siega. Siempre que esté en su voluntad puede librarnos pero, si por algún motivo no recibimos el consuelo que esperamos, no desfallezcamos, él cuida de la vida de los pajarillos, ni siquiera uno cae al suelo sin su consentimiento. Conoce el número de nuestros cabellos, ni uno solo se cae sin que él se dé cuenta. Valemos mucho para él. Pero los pajarillos siguen cayendo, igual que el ser humano sigue muriendo.
—Sí, conozco el texto, está en el evangelio de Mateo capítulo 10:29-31.
—Exacto. También sabemos que a su único hijo no lo libró de las críticas, ni de la persecución, ni del dolor. Siendo Dios vivió la soledad más extrema cuando su propia familia se quejaba de sus locuras, cuando sus mejores amigos le dejaron solo. Incluso el Padre permitió su cruenta muerte. No esperemos más de lo que recibió Jesús. No nos preguntemos el motivo de lo que nos sucede. Procuremos vivir todos los días conforme al Señor le agrada y dejemos todo lo demás en sus manos. Si nos toca sufrir, suframos; si tenemos momentos de alegría, disfrutemos. Pero no olvides nunca el versículo 15 del salmo 116: Mucho le cuesta al Señor ver morir a los que le aman.
—Gracias. Necesitaba hablar con alguien. Estar contigo hoy ha tranquilizado mi ánimo.
—Pues, vamos, levántate. Sacude la arena de igual manera que nos sacudimos la tristeza cuando nos ensucia demasiado, y vamos a dar un paseo. Acerquémonos al agua y caminemos un rato mientras el mar nos salpica en las piernas, ¿sabes que es tonificante y ayuda a la buena circulación?
Las dos amigas caminaban juntas cogidas del brazo. La que tenía dudas gozaba de buena salud. La que estaba enferma disfrutaba de todas las certezas.
*Del libro Anima mundi, Susanna Tamaro. (Tiempo verbal modificado)
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