Cartucho era un ser que se sentía frágil, poca cosa en comparación con otros niños.
Hay criaturas que naciendo de los mismos padres tienen necesidades diferentes a las de sus hermanos. Aun siendo amadas, desde muy pequeñas, para hacerse notar, suelen llamar la atención de todo aquel que está a su alrededor. Unas veces lloran sin motivo, otras gritan, rompen juguetes o enseres de la casa, empujan y pegan a quien se encuentra a su lado, otras inventan con tal de que se les escuche y se les mire.
Algo así le ocurría a Cartucho, el niño de este cuento, un ser que se sentía frágil, poca cosa en comparación con otros niños, que actuaba de manera diferente para hacerse valer. Desde pequeño apuntaba maneras, malas maneras. En cuanto aprendió a hablar vio que el arma más efectiva para él era chivarse con engaños a sus progenitores de todo lo que veía a su alrededor, ya fuesen gestos de algún transeúnte, vestuarios, conversaciones entre vecinos o hechos familiares. En el colegio descubrió que podía hacer lo mismo que en casa, pero a lo grande, ¡cuánta mies para enfangar!, pensaba. Cada vez que un compañero o compañera hacía algo con lo que él se sentía inferior o molesto, corría a revelarlo a sus tutores con mentiras dañinas.
El tiempo pasaba y como es natural el niño crecía. En el hogar, el amor de sus padres era incondicional, pero no ocurría lo mismo en el cole, lugar en el que costaba soportarlo. No solo la emprendía con el alumnado de su aula sino con el resto, ya fuesen mayores o pequeños, listos o torpes, guapos o feos, atrevidos o dóciles, rubios o morenos, nativos o extranjeros. Pero cuando más a gusto se sentía Cartucho era atacando a las niñas. Le daban tanto miedo, las consideraba tan superiores que para sentirse mejor se esforzaba en humillarlas. Poco a poco el destino hizo que, sin remedio, se fuera quedando sin amigos.
A algunos profesores ese trajín de correveidile les venía bien porque se enteraban de cómo estaba el patio según la versión de Cartucho. Lo que no sabían estos maestros es que, a su vez, ellos también eran víctimas del niño que se chivaba con argucias, que eran criticados dentro y fuera del recinto escolar.
¡Pobre Cartucho! Cada día, al llegar la noche, un agotamiento extremo se apoderaba de él, porque la misión que había elegido para vencer sus complejos era destruir, conseguir poder y estatus e importancia personal. Este cansancio le castigaba más que al resto. Verdaderamente daba pena verle, ya tan grandecito, desorientado aún en la empatía y la compasión, el compañerismo, la comprensión. Daba tristeza verle deambular con el índice de su mano completamente atrofiado de tanto señalar y señalar. Sin embargo, para él, chivarse con engaños le compensaba, le daba el mando suficiente para sentirse sublime. Gozaba.
Su problema aumentó cuando en uno de sus cumpleaños le regalaron un catalejo. ¡Qué gran objeto! Con él apenas tenía que desplazarse para observar la vida ajena, aunque descubrió que no le servía para escuchar y decidió seguir con la costumbre de inventar o trastocar historias; historias atroces concernientes a los que le rodeaban, ¡qué bien se lo pasaba! Él mismo se aplaudía, él mismo se besaba, él mismo se abrazaba con fuerza, él mismo se reía de sus pocas gracias, ¡ay Cartucho! ¡Estaba encantado consigo mismo! Se le caía la baba con su egocentrismo. ¿Para qué servían las otras personas si no era para pisarlas, difamarlas, odiarlas, criticarlas, mofarse, señalarlas, hacerlas quedar mal ante los demás? ¿Acaso la vida tenía otro sentido?
Cartucho creció aún más y comenzó a dejarse el bigotillo y las patillas, a usar traje y corbata y buscando, buscando, encontró trabajo en una multinacional que se convirtió en su lugar predilecto. En ella nadaba en abundancia reprendiendo a sus compañeras y compañeros. Daba órdenes que su jefe no daba. Enviaba mensajes oficiales sin que fuesen oficiales. Castigaba por su cuenta a quien quería. Corregía lo perfecto. Se sentía bien. Se sentía realizado. Se sentía poderoso. Se sentía líder. Su boca parecía un pompero brotando mentiras por el agujero. Le encantaba ver cómo se propagaba su espuma de falacias con la fuerza del aire. Eran muchos los que se divertían al arrimarse para explotarlas. Eran muchos los que disfrutaban como quien con un arma mata. ¡Con cuánto gusto recibían las argucias de Cartucho!, era como si al hacerlo, eliminaran del mapa simbólicamente a esas personas que entre todos difamaban. Esto hacían los que le reían las gracias y compartían con él necesidades especiales. De esta forma daban sus propios saltitos para ser vistos y oídos por los demás y gozar de la deseada caricia aprobatoria de Cartucho.
¡Cartucho se sentía realizado y perfeccionado, como se sienten los dictadores más crueles que se han conocido en la historia de la humanidad! A esta situación le llevaron sus complejos. No obstante, por encima de los daños que provocaba, de su falta de misericordia y de conocimiento, el dueño y señor de la sociedad multinacional, famoso por su paciencia, por actuar como un padre para todos sus trabajadores, se compadecía de él y continuaba a la espera de que algún día, su desorientado empleado, dejase de ser un cartucho a rebosar de odio, descubriese la madurez que da la razón y la verdad y se constituyese en una persona de bien. Así podría subirle de categoría y ofrecerle un puesto mejor que el que desempeñaba pues, aunque Cartucho se creía el dueño de la empresa, no era más que el último mono.
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