Si el cristianismo se calla ante un mercado o comercio injusto, los cristianos estaríamos cayendo en el pecado de omisión y haciendo del cristianismo un ritual vacío que se aparta de la línea profética con la cual entronca Jesús mismo. Las leyes del mercado están conculcando hoy muchos de los principios éticos y morales que son la base de los valores morales del cristianismo. Si los cristianos callamos, estamos cayendo en la práctica de un ritual cristiano light y no comprometido con los valores del reino.
Es cierto que hay algunos cristianos comprometidos con la idea de promocionar un comercio justo en el mundo, unas leyes del mercado fundamentadas en la justicia y en la equidad, pero la iglesia, en general y como institución, no ha recogido en profundidad la denuncia profética ante la injusticia en las relaciones comerciales que nos ha quedado como ejemplo a seguir en la Biblia misma. No hay justicia en el comercio, no hay justicia en el mercado, el desvalido queda sin defensa y a los pobres se les está negando su derecho a participar en equidad de los bienes del mundo. A los pobres se les sigue comprando por un par de zapatos.
Las relaciones comerciales deberían estar basadas en la solidaridad humana, pero no solamente en una solidaridad compasiva y asistencialista para, al menos, mantener en la infravida a esa mitad de la humanidad pobre, sino que la solidaridad cristiana, además de ser compasiva y asistencial, debe de ser justa. Se miente cuando se habla de un mercado libre, un mercado que impone normativas a los pobres que jamás se impondrán a los ricos en las relaciones comerciales. No hay paridad. Pareciera que los bienes del mundo no han sido creados para todos en igualdad.
Si el poder adquisitivo divide a los hombres en la aplicación de las injustas leyes del mercado, el cristianismo debería elevar su voz para decir que los bienes del mundo deberían ser justamente distribuidos entre todas las personas del mundo. Todos los hombres deberían tener poder adquisitivo ante lo esencial para mantener la vida y la dignidad. De lo contrario, el poder adquisitivo de unos es, simplemente, la debilidad empobrecedora de muchos. Por eso, un concepto de poder adquisitivo que limita el que tantos pobres puedan comer, y que haya en el mundo casi mil millones de hambrientos, es un poder injusto, una relación de poder demoníaca. Ese poder, para ser justo, debería ser un poder compartido equitativamente. O sea, en el mundo debería haber una justa redistribución de los bienes del planeta. Clamor número uno para una pastoral del mercado en un mundo injusto.
Otro de los fundamentos del mercado es la competencia. La fuerte competitividad de las leyes del mercado, es como poner a competir a David contra Goliat, pero sin la ayuda divina. Si las relaciones e intercambios de bienes se dejan a las propias leyes de un mercado injusto, el mundo se descompensa. Los pobres no podrán nunca competir contra los ricos. Aquí la voz de la iglesia en una pastoral del mercado, se hace más que necesaria, imprescindible. Debe abogarse por normas y reglas que rijan esa competitividad despiadada. Alguien, con unos valores diferentes, debe abogar por los pobres para que puedan entrar, de alguna manera, en medio de esa competitividad del mercado para poder mantener su vida y dignidad. Si la iglesia calla ante esta desprotección de los pobres y débiles del mundo, estará descuidando su misión.
Si el mercado es un dios que redistribuye bienes entre sus seguidores, hay ciertos bienes y servicios que no se deberían dejar redistribuir a través de las injustas leyes de ese dios mercado, ni basarse en una competencia propia de un mercado que excluye. La protección de la salud, por ejemplo, debería ser algo independiente del mercado. Así, las medicinas, y no sólo las que se destinan al control del SIDA, deberían estar fuera de las leyes del mercado. Lo mismo la alimentación y el agua potable, la enseñanza y la justicia… todo aquello que es necesario para mantener la dignidad de los hombres… y esto compete a las iglesias, al cristianismo, a los valores del Reino, un Reino que ya está entre nosotros.
Todos los cristianos estamos llamados a ser agentes de liberación dentro de ese reino o situación donde debe darse el reinado de Dios.
Un Reino, que irrumpe en nuestra historia con la figura de Jesús, que demanda justicia y dignificación de las personas, que condena a los ricos y acumuladores del mundo anunciando que los acumuladores, que cometen la necedad de agrandar sus graneros, no podrán entrar en él. Así, todos los cristianos, como agentes del Reino, llamados a la projimidad y al compartir, sabiendo, además, que amar al prójimo es semejante a amar a Dios mismo, no podemos pasar de largo ante la llamada a la misericordia que recibimos desde los marginados de un mercado injusto, competitivo y cruel. Y llegados aquí, no sé hasta dónde puede llegar la fuerza de la denuncia de la iglesia, pero lo que sí está claro es que debemos ser un tanto utópicos y luchar como si el mundo se pudiera transformar y llegar a crear un auténtico mercado dentro de unas relaciones justas en el intercambio de bienes y servicios para toda la humanidad. Sería el intento de acercar, un poco más, el reino de Dios a los sufrientes del mundo.
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