Culpar a Dios es una actitud que viene de lejos, comenzamos a verla en el relato de la Creación.
Leer a Gioconda Belli, ya sean sus novelas o sus poemarios, es algo que me fascina. Menciono aquí el libro al que me refiero hoy, es El país de las mujeres, Premio de Novela La otra orilla. Para resumir aclaro que en el párrafo anterior a lo expuesto a continuación se cuenta que, Emiliano, político y dueño del vehículo, sentado en el asiento de atrás distrajo a su chofer Marvin mientras conducía y, éste, debido a tal distracción, miró por el retrovisor y no vio la moto que se le venía encima.
Por asomarse al espejo retrovisor, Marvin no vio la moto que se les cruzó en el camino. Un chirrido de frenos precedió el impacto. El motociclista voló por los aires y se estrelló contra el parabrisas del coche.
Asustados, pero ilesos, chofer y pasajero salieron del carro. Se revisaron, caminaron alrededor del vehículo desorientados. Ya la gente se acumulaba alrededor del accidente. El motociclista yacía tirado en la carretera, rodeado de curiosos. Se agarraba con las manos el casco y tenía una expresión de dolor en el rostro.
—¿Cómo te sentís, hombre? -se acercó Emiliano, inclinándose apenas.
Marvin en cambio se arrodilló a su lado. El hombre empezaba a sangrar por la nariz.
Movía la cabeza de un lado al otro.
—Jefe, creo que mejor lo llevamos al hospital.
—Dale. Montalo adelante.
Ayudado por curiosos, Marvin ayudó al herido a levantarse. Le quitó el casco. Menos mal que no tenía heridas en la cabeza, pensó el chofer, aunque se quejara de dolor en el hombro y mareo.
Con el parabrisas roto, manejaron hasta la entrada de emergencia del hospital más cercano.
El accidentado se llamaba Dionisio.
Meses después Emiliano Montero comentaría con su mujer:
—¿Te das cuenta? Fue Dios. Dios lo puso en mi camino.
Esta porción de la novela es muy ilustrativa. Vemos dos comportamientos diferentes. Por un lado la frialdad de Emiliano y por otro la empatía de Marvin con el accidentado, pero no voy a entrar en ese interesante tema sino en la última frase, en la cantidad de veces, quizá porque nos lo enseñaron así, quizá porque nos gusta pensar así, que echamos la culpa a Dios de todas nuestras desgracias y esta es la causa de que le tengamos miedo y nos separemos de él.
Culpar a Dios es una actitud que viene de lejos, comenzamos a verla en el relato de la Creación que todos conocemos, cuando Adán pecó culpó a Dios por haberle dado la mujer que le dio, al parecer no era tan idónea como esperaba (estoy bromeando, la mujer fue idónea desde el principio). Quizá Adán pensó que Dios fue más culpable aún por no coger la porción adecuada de su costado para crearla, o por crearla a escondidas mientras él se echaba una siesta, o por no pedirle opinión antes de formarla, pero eso a Adán no se le ocurrió echárselo en cara. Pues bien, de aquellos barros nos vienen estos lodos que vemos diseminados a lo largo de la historia en nuestra manera de creer.
¿Por qué afirmamos que el Señor es cruel? ¿No nos mostró Jesús su amor? ¿No sabemos que en el amor no hay temor? ¿No nos liberó del miedo? ¿No estamos hartos de repetirlo una y otra vez? ¿Hemos entendido bien el mensaje?
Tenemos que examinar cuál es la enseñanza que hemos recibido y el motivo de haberla aceptado, porque creer que Dios pone trampas para que caigamos en ellas y causa daño a sus criaturas, nos lleva a pensar que es sumamente mezquino y tendría que hacernos pensar qué clase de evangelio o buenas nuevas hemos aceptado. Aceptar algo así significa que no hemos entendido nada de las enseñanzas de Jesús.
No podemos concebir a Dios como cruel, vengativo, severo y guerrero. Esa no es su condición, es la nuestra que con tal de manipular, engañar y sacar beneficio propio le mostramos así. A Jesús hemos de mirar. Es la imagen de Dios hecha carne de quien tenemos que aprender a valorar el amor inmenso que en cada momento, lo notemos o no, recibimos.
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