Un lugar como Moria requiere de más recuerdos positivos. La tragedia es ya su propia existencia, en sí misma.
Sin ánimo de juzgar, es fácil recibir una información como la de que en el mundo hay 79,5 millones de personas desplazadas a la fuerza y experimentar un escalofrío doloroso ante esa realidad que nos dicen que existe. Escandalizarnos y hacer pública nuestra indignación en las redes sociales. Todo ellos es más que legítimo y tiene su efecto positivo.
Sin embargo, las personas que esperan en asentamientos superpoblados una oportunidad de obtener refugio o de tramitar su solicitud de asilo, también requieren de una narración que destaque lo positivo de sus circunstancias, aunque sea muy poco, y que a menudo queda enterrado bajo el alud de posts y de informaciones que solo giran alrededor de la tragedia. Porque, de hecho, la existencia de esos campos de refugiados es, en sí misma, ya una tragedia.
Hace poco menos de tres años que pasé doce días en el campo de Moria, en la isla de Lesbos. Y el estado de horror inicial que me invadió al ver esa vida paralela, evolucionó y se mantuvo, hasta ahora, dentro de los límites de la admiración que despertó en mí el hecho de observar cómo aquellas personas anhelaban, por encima de todas las cosas, vivir. Entonces había unas tres mil personas, y a mí ya me pareció todo un océano por descubrir (aunque ahora hay más de 16.000).
En efecto, Moria es un lugar que parece que no se haya tomado ningún detalle con las personas a las que recibe, como el hecho de seguir conservando ciertas instalaciones de la cárcel que fue anteriormente, pero que guarda un funcionamiento calculado y organizado, en el reparto de bienes de primera necesidad y la identificación de las personas, por ejemplo. Pero quiero explicar el recuerdo que me queda de lo que sería un día allí, o al menos de cómo lo viví.
Al llegar, algún niño estaría ya esperando su turno para el desayuno en la carpa en la que se organizan juegos y se ponen películas. Pero todavía queda un rato, así que vamos a suponer que se trata de Ali Reza y que hay que entretenerlo. Pero Ali Reza es tranquilo, le gustan los dibujos animados y me enseña palabras en farsi. En esto, al darse cuenta de que ya hay un inicio de actividad, llegaría Wasim y alguno de sus hermanos mayores, que son literalmente un terremoto. Y ya no habría calma que valiese. “Un vaso”, gritaría Wasim haciendo alarde del único inglés que sabe pero que es una joya en la interacción comunicativa. Le diría que no, empezaría a perseguirme con unas chanclas que le van dos tallas pequeñas hasta que me dejase atrapar y se volviese, victorioso, junto a sus hermanos.
Cuando ya se hubiera repartido el desayuno, Jihad ya estaría esperando frente a la carpa, y cuando viese que estoy libre, me cogería de la mano y me llevaría a no sé donde. “Doctor, doctor”, me diría, y se tocaría un punto de sutura suelto en el dedo a pesar de que yo le dijese que no lo hiciera. Al llegar a la consulta del doctor, desde la que se ve una parte del campo en descenso, esperaríamos un larga cola e intentaría sacarle información, en vano, sobre cómo se ha hecho lo del dedo.
Al volver a la carpa me daría cuenta de que a Siddhar le han rapado hace unos minutos en la improvisada peluquería del centro del campo y de que parece, literalmente, un melocotón. Al momento, llegaría también Hanife, la mayor de todos, y me preguntaría que cómo estoy y qué necesito, tan cordial como siempre. Y yo pensaría: “Que vigiles a tu hermana”, sin duda una de las niñas más traviesas de todo el campo.
Mientras Hanife me habla, probablemente me llamarían para ir a montar unas literas que acaban de llegar a la sección de las mujeres solas, así que cargaríamos los colchones y los hierros de las estructuras y bajaríamos por el camino saludando prácticamente a toda la gente. Al entrar en la zona reservada para las mujeres solas, un olor a pescado me invadiría y no tardaría en darme cuenta de que ya han comenzado a preparar al aire libre, delante de los módulos en los que duermen, los guisos y los platos del día.
Al acabar con las literas, regresaría a la carpa y Muhammad Jabbar me reconocería al llegar y vendría corriendo a darme un abrazo. Nos pondríamos a jugar a hacer pompas con un bote de jabón y él volvería a intentar decir mi nombre, “Jonat-jan”, que transcribo en estricto sentido fonético. También se acercarían sus hermanos, Mariam y Mohammed Reza, y la mayor, Mahtab, que con tan solo 16 años cuida de los tres. “Tengo otro hermano en Noruega, así que vamos a intentar ir allí”, me diría con un inglés que aprendió a hablar en Irán y con una madurez que me parecería impropia para su edad.
A lo lejos me saludarían Adam y Rawan. Vestidos con una camiseta de Ramones y una gorra de Hello Kitty, me habrían retado a un pulso, y les habría ganado en la primera ronda para dejarme ganar en la gran final. También habría venido Mohammed, el hermano pequeño de Rawan, para regalarme una piedra pintada de verde y azul, con una cara sonriente, que todavía conservo.
Al llegar la tarde todos, juntos, nos habríamos sentado en el suelo, apretujados, para ver Tarzán o Aladdin. Alguno se habría intentado apoderar del mando a distancia para poner algún videoclip musical o una película de acción, pero lo habría recuperado pronto y habríamos vuelto a los dibujos animados. Y así se habría ido el sol, otro día, y nos habríamos conocido un poco más, prácticamente sin hablar, pero compartiendo ese momento como ellos querían haberlo hecho.
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