Hacía décadas que no sólo los besos a los que estaban acostumbrados, también los roces, los abrazos y las caricias, habían quedado en el olvido.
En aquel otro mundo, tan parecido al nuestro y a la vez tan lejano, el castigo de una enfermedad que recibían sus habitantes se había ido alargando en el tiempo. En un principio a todos les pareció que las jornadas de obligada reclusión serían pasajeras, como quienes reciben unas vacaciones extras. Sin embargo, llegó el día en que a aquellos semejantes se les acabaron los pasatiempos hogareños que con tantas ganas aceptaron al comienzo. Fue entonces cuando empezaron a deambular sin norte por las habitaciones y los pasillos de sus moradas, apenas sin saber hacia donde dirigirse, sin fuerzas para decidir qué hacer, sin saber de qué hablar, ni en qué gastar las horas que se hacían eternas si se sumaban los días con las noches.
Era más que evidente que sus mascotas, parecidas a las nuestras y a la vez tan distintas, vivían ajenas a la realidad. Podían ser abrazadas, acariciadas, besadas. Pero, entre aquellos habitantes, el contacto físico seguía estrictamente prohibido.
Hacía décadas que no sólo los besos a los que estaban acostumbrados, también los roces, los abrazos y las caricias, habían quedado en el olvido por mor de una enfermedad contagiosa que a muchos conducía a la muerte.
Si bien al principio se sentían mal ante tan particular prohibición amatoria, poco a poco se fueron acostumbrando. Se les fue olvidando la importancia del acercamiento de una piel con otra piel semejante de igual temperatura, de igual textura.
Eso fue lo primero. Después los expertos de aquel mundo tan parecido al nuestro y a la vez tan lejano, decidieron que, para evitar, no ya contagios sino también nostalgias que soliviantasen los ánimos, quedara totalmente prohibida la pronunciación de cualquier palabra que significase afecto. La conjugación de los verbos amar, besar, acariciar también desapareció de sus libros de textos. Fue aún más. Extrañas conjuras cibernéticas se mantenían alertas si al pulsar en el teclado de sus prodigiosas computadoras algo relativo a la unión de un cuerpo con otro cuerpo quedaba al descubierto, interrumpiendo ipso facto la transmisión del mensajero. La consigna de "No provoque al prójimo" aparecía parpadeante en la pantalla. No siendo esto suficiente, fueron más allá. Si alguien osaba hacer el más mínimo intento de agarrarse a recuerdos viajeros referentes a las cuestiones prohibidas, de los altavoces salía un pitido ensordecedor a modo de alerta máxima.
No obstante, pese a las leyes ideadas, los consejos pactados, la intransigencia impuesta, y la maldita enfermedad que no había manera de erradicar, cada cual hubo de inventarse contraseñas propias con el fin de no perder la cordura. Los ensayos primarios resultaron fallidos y debieron continuar esforzándose más en pro de la eficacia.
El tiempo pasaba. Los de aquel mundo, tan parecido al nuestro y a la vez tan lejano, cada vez se encontraban más tristes, más desgarbados y más achacosos. La salud no sólo peligraba por el contagio sino por la desgana que se introducía en la mente de cada uno de ellos.
Y de pronto, contra todo pronóstico de esperanza y sin que nadie lo esperase, una mañana surgió el milagro. Se trataba de una clave que siempre había estado presente entre ellos, pero cuya virtud había desaparecido por la falta de práctica. Alguien redescubrió que la solución de todo permanecía oculta en los ojos, y es que habían llegado a perder la costumbre de sostener fijamente, entre unos y otros, la mirada sin miedo. Esta demostración de apego, tan muda como silenciosa, había sido excluida de las relaciones entre individuos desde mucho antes de que apareciese el contagio, perdiendo, con el paso del tiempo, toda importancia.
El resultado heroico se hallaba en la calidez del iris o en su insistencia; en los guiños perspicaces; en la apertura apropiada de los párpados o en su caída oportuna.
Un lenguaje amoroso resurgió entre aquellos seres, una magia que les mantuvo vivos e ilusionados hasta que, por fin, encontraron la manera de eliminar el mal que les aquejaba.
Si alguna vez una enfermedad maligna, un virus contagioso o algo parecido llegara hasta nosotros, los habitantes del Planeta Tierra, no olvidemos esta historia. La respuesta para seguir amándonos podría estar en los ojos, en el recorrido de la mirada certera entre un cuerpo y otro cuerpo.
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