Deseo atesorar momentos que solo hoy puedo vivir y grabarlos en mi memoria.
La cabeza es torpe. Registra datos, miles de datos, significante e insignificantes. Los guarda en diferentes áreas del cerebro, en pequeños cajones donde quedan archivados largo tiempo, algunos de forma inmutable permanecen toda la vida, perennes, imperecederos. Otros se van destiñendo con el paso de los años, pierden su barniz inicial y se vuelven ocres cuando intentas evocarlos y careces de poder para arrebatarlos del pasado y atraerlos al presente.
Omitimos recuerdos para que no nos dañen, les cerramos la puerta de la remembranza y los dejamos fuera anhelando que se hielen de frío. No siempre conseguimos desarraigarlos de la memoria, les damos esquinazo pero sabemos que están ahí, acechándonos en sueños, perturbando nuestro presente, inquiriendo desde el ayer.
En estos momentos de difícil vivir, ahora que todo resulta extraño y por muy inverosímil que parezca todos vamos en el mismo barco (aunque no rememos hacia la misma orilla) estoy comprometida con mi presente, con el ahora que vivo, con el día de hoy. Desde que comenzó este desvarío me he propuesto vivir lo que se me presenta y hacerlo de forma agradecida. Disfrutar en medio de la adversidad y conseguir hacer que cada día porte su propio color, su propio sabor y aroma.
Conozco esta torpe cabeza esta mía que suele olvidar frecuentemente aquello que no debe omitir, por ello deseo atesorar momentos que solo hoy puedo vivir y grabarlos en mi memoria. Dejarlos ahí, bien guardados, para hacer uso de ellos cuando todo esto pase; que pasará. Para que cuando la rutina, el día a día, las prisas y los quehaceres vayan diluyendo todo lo que actualmente estoy viviendono no deje en el olvido todas estas experiencias nuevas, la gran dependencia de Dios, el agradecimiento que vierto en él de forma continuada por las cosas que se me otorgan .
Ahora que se nos ha concedido poder salir de forma escalonada, teniendo un horario para paseos con los hijos, estoy disfrutando de agradables aminatas con Valeria. Largos paseos que nos permiten hablar de cosas distintas, poder contarnos esas pequeñas intimidades que a ella le asombran de mí y a mí me enternecen de ella. Caminamos juntas y en muchas ocasiones debo reconducir nuestro diálogo para que este no decaiga y quede sumido en ese bucle de preguntas que a menudo me cansan tanto:
Mamá, ¿tú crees que este verano podremos ir a la playa?
¿Crees que podremos celebrar el cumple de la abuela?
¿Cuándo se acabará el coronavirus?
¿Cuándo podré ir a ver a María?
¿Y podré jugar con Manuela, Raquelita, Dámaris?
Todos los días las mismas preguntas y siempre una desmoralizadora respuesta: no sé Valeria, no lo sé.
Para no dejar en el aire esa incógnita que tanto la entristece, acabo desplegando mis superpoderes de madre y llevándola a mi terreno conjugo el cariño con la paciencia elaborando una pócima que vertida en sus oídos provoca el milagro del cambio.
- Mira Valeria esa libélula posada en una flor.
La conversación da un giro, su mirada curiosa se centra en aquello que le indico, se vuelve intrépida, golosa por captar con sus ávidos ojos el vuelo frenético del insecto.
El paseo se torna menos monótono, el aire desenreda las palabras volviéndolas jugosas y frescas. Me siento una mujer privilegiada por poder gozar de momentos que no quiero caigan en el olvido, perdidos en un lugar de la memoria y cubiertos de polvo. Quiero que queden grabados en mí, tallados en el corazón con el cincel sabio de Dios que me permite pasar por circunstancias complicadas sin dejar que estas lleguen a ahogarme. Un soberano amigo que sigue extendiendo sobre mí un bálsamo esperanzador que mitiga toda inquietud haciéndome danzar libre en medio de la tormenta.
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