En el momento en que mis brazos se rinden y parecen gritarme que ya no pueden sostener el mundo, el mío, el que me envuelve y me absorbe, me levanto y los alzo.
En vano se echa la red ante los ojos de los que tienen alas.
Gabriela Mistral
Cuando era pequeño, apenas con cuatro o cinco años, ya se sentía capaz de hacer cualquier cosa, fuese difícil o imposible. A mamá le hacía mucha gracia esa valentía infantil, del varón más pequeño de la casa, de atreverse a todo.
—Luisito, ¿has visto los saltos que da ese deportista?
—¡Eso lo hago yo!, mamá –Y tan pronto como le era posible empezaba a practicarlos.
Luisito oía cantar ópera e imitaba; veía montar en bicicleta y probaba; veía a los trapecistas en el circo y, al llegar a casa, saltaba de sofá en sofá y de silla en silla. Si papá le llevaba a una exhibición de paracaidistas, con su imaginación en flor saltaba de la cama al suelo imitando a aquellos héroes. Lo mismo hacía durante las olimpiadas, los mundiales de fútbol que retransmitían los medios de comunicación. Luisito lo ensayaba todo con la célebre frase que le servía de talismán: "¡eso lo hago yo"".
No se le resistía nada porque todo lo intentaba, porque se veía capaz. Que lo consiguiera o no era otro cantar, pero esa fuerza interior que le brotaba, ese arranque ante la prueba la vencía sin miedo y no se la quitaba nadie.
Aunque entre todos le cuidábamos, ser su hermana mayor me llevaba a sentirme a la vez un poco madre. Me gustaba observar su manera de soñar ante el televisor. Lo recuerdo como si lo estuviese viendo, canijo como él solo, guapo a rabiar, el pelo castaño claro muy rizado, sintiéndose otra persona, viéndose adulto antes de tiempo, cariñoso con todos y, sobre todo, vencedor.
El ejemplo que Luisito me daba con su repetida frase "¡eso lo hago yo!" me ha acompañado en forma de broche sobre la solapa de mis luchas. Me ha dado ánimos cuando me faltaban. Me ha infundido fuerzas. Me ha hecho rebelde.
Cada día, "¡eso lo hago yo!" aún me empuja a seguir adelante cuando todo parece que va hacia atrás, o cuando parece que lo que se ha torcido no va a lograr enderezarse.
En el momento en que mis brazos se rinden y parecen gritarme que ya no pueden sostener el mundo, el mío, el que me envuelve y me absorbe, me levanto y los alzo. Y he de repetirme a todas horas, falta de inocencia a estas alturas en las que peino canas, "¡eso lo hago yo!". Porque atreverse es el paso más importante. Arrancar con un proyecto es una quimera a veces insoportable y a la vez ineludible.
Puerta que cierra la vida hay que respetarla. Puerta que abre hay que cruzarla. Pero nunca aceptar lo evidente sin haberse atrevido, aunque sólo fuese una vez, a animarse a salir, a empujar para entrar, hubiese lo que hubiese al otro lado.
Todos somos capaces de buscar una frase que nos aliente y nos levante y nos conduzca a hacer lo que se nos presenta como cotidiano, al menos intentarlo con ganas e ilusión. Lo que importa es disfrutar el proceso que dura ese paso llamado intento. Porque eso que pueden hacer algunos, también puedo hacerlo yo, también puedes hacerlo tú, y si para ello nos alentamos unos a otros, mejor que mejor.
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