Mucho se ha escrito sobre su obra literaria. Yo solo quiero dar fe de una hermosa amistad.
El pasado día 10 de marzo José Jiménez Lozano, Premio Cervantes, Premio Nacional de las Letras Españolas, entre otros muchos galardones, recibió sepultura en el pequeño pueblo vallisoletano de Alcazarén, nombre de origen árabe, al-qasrayn, que significa ‘los dos alcázares’, que cuenta con dos iglesias románico-mudéjares que datan del siglo XIII. Mucho se ha escrito sobre su obra literaria. Yo solo quiero dar fe de una hermosa amistad.
Un hombre de pequeña estatura que vivió en el pueblo junto con su esposa Dora en una casa modesta, lejos del mundanal ruido y de la fama que suele acompañar a los escritores de renombre, era un intelectual de vasta cultura que veía más allá del horizonte, ciertamente ancho, de su amada Castilla, y vislumbraba el cielo.
Para don José -así le he llamado siempre- las aves del cielo eran símbolos entrañables de aquel reino invisible, y estos dos elementos, el espiritual y el ornitológico, eran los que nos unieron en una estrecha amistad de casi treinta años, tristemente truncada en fecha tan reciente.
Allá por el año 1992 recibí una llamada de Manuel Cambronero, director de la librería Margen de Valladolid: «Pepe ha leído tu libro Desde el torbellino y le gustaría conocerte». Nos reunimos para tomar café en el Lion d’Or, en la Plaza Mayor de Valladolid, donde descubrimos intereses en común: los pájaros, la poesía y la Biblia. Así comenzó una amistad que he valorado grandemente, y no olvidaré los cafés en Valladolid, los almuerzos en Olmedo, y todas las «charletas» que pudimos disfrutar a lo largo de los años en su casa, amén de la correspondencia escrita que guardo como oro en paño.
Escribió don José:
Mas yo sólo recuerdo
haber sido asistido a veces,
de tarde en tarde, por un ángel:
un pequeño petirrojo
que quizás tenía hambre
y añoranza, frío, quizás miedo,
que desde el seto volaba hasta el alféizar
de mi ventana, inquieto,
como si me trajera, clandestino,
su socorro.
El descubrimiento de este pequeño poema suyo, titulado ‘El petirrojo’ (El tiempo de Eurídice, Fundación Jorge Guillén, Valladolid 1996), consolidó nuestra amistad de manera definitiva. En 1970 yo había sufrido una fuerte depresión, una pesadilla solo aliviada por el pequeño petirrojo que parecía acompañarme intencionadamente en mis paseos por el campo. Lo encontraba en cada recodo del camino, descubría sus nidos, observaba su diminuta silueta, y escuchaba su canto desde lo alto de la rama de un árbol.
Escribí Las hijas del canto en homenaje al poeta, y don José prologó el libro (Ediciones Camino Viejo 2009). Leía todos mis libros y los comentaba con generosidad. Uno de los encomios más hermosos que he recibido fue suyo: «Ud. camina dentro de la Biblia y nos muestra lo que ve y que por sí solo el lector no vería». Don José amaba la Escritura, y la conocía como pocos.
La presencia de la Biblia no es frecuente en las letras españolas, y la línea bíblica que viene de San Juan de la Cruz, Teresa de Ávila y Fray Luis de León, y pasa por Miguel de Unamuno siglos después, ha recalado en el escritor abulense que acaba de fallecer. El propio Jiménez Lozano lamentó la ausencia de la Biblia en la literatura española, en un artículo escrito para la presentación de la exposición en Valladolid titulada «Biblias del exilio», la colección que perteneció a su amigo, don Audelino González, a quien acompañó en la preparación de Los cementerios civiles y la heterodoxia española (1978):
"Lo que esto supone -el exilio de la cristiandad de la Escritura, y el exilio de una cultura como la española del mundo bíblico- es un enorme hándicap que tanto la cristiandad como la cultura española han pagado y siguen pagando muy cara."
El recuerdo de su amistad perdurará: el brillo de sus ojos, su agudo sentido del humor, las «charletas» acerca de la Biblia, y su afabilidad. Le echaré de menos.
[photo_footer]Una iglesia románico-mudéjar en Alcazarén.[/photo_footer]
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