Y yo creo que si la cruz de Jesús que vemos en la iglesia invita a la conversión y al cambio, la cruz como símbolo de los pobres, oprimidos y excluidos del mundo, también nos está invitando a la transformación. Transformación que ha de ser tanto individual o personal, como social o comunitaria. Una transformación que acerque los valores del reino a los crucificados por el egoísmo del propio hombre, por el despojo que cometen los fuertes del mundo, por la necedad de la acumulación.
Y si a Jesús lo bajaron de la cruz, lo pusieron en un sepulcro nuevo y lo ungieron con perfumes y aromas, algo similar es necesario que el hombre actual, los integrados en el sistema de consumo de bienes y servicios, ese veinte por ciento de la humanidad rica, haga con el resto de la humanidad pobre: que los bajen de la cruz, los cuiden y los cubran de aquello que les pertenece como habitantes del mismo planeta tierra... Y es posible que este hombre marginado, oprimido, excluido y proscrito, hundido en la antivida, en el no ser de la marginación y en la muerte lenta que es toda pobreza extrema, pueda también resucitar, como hizo Jesús. Bajar de la cruz a estos crucificados es el mayor acto cristiano que se podría hacer en el mundo hoy. Y esto redundaría en una auténtica conversión nuestra, ya que la cruz nos invita a la conversión.
Escribir sobre el sufrimiento de Jesús en la cruz en estos días de Semana Santa, e ignorar a los sufrientes de la historia presente, es un contrasentido. Si Jesús habló de que el amor al prójimo y el amor a Dios estaban en relación de semejanza, el sufrimiento de Jesús en la cruz y el sufrimiento de los oprimidos en nuestra historia real, no deben estar tan alejados. Porque Jesús en la cruz estaba sufriendo como hombre, abandonado por su mismo Padre. Se sentía el no Dios, el abandonado... como sufren los hambrientos y los que están en pobreza severa en el mundo hoy, lanzados a la más terrible soledad del abandono: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Es como si los empobrecidos y despojados del mundo pudieran hacer suyo el grito y, acudiendo a la relación de semejanza entre el amor a Dios y al prójimo, pudieran decir: Hermano mío, hermano mío, mi prójimo, ¿Por qué me abandonas y te olvidas de mí después de despojarme? ¡Bájame de esta cruz!
Pero
si somos sordos al grito que desciende de la cruz de los empobrecidos del mundo, dejándoles morir en su indigencia, falta de agua potable y medicinas, quizás seremos sordos también al grito de Dios mismo: “¿Dónde está tu hermano?” y los nuevos caínes de la historia presente tendrían ya preparada su respuesta: “No sé, ¿soy yo, acaso, el guarda de mi hermano?” Y quizás muchos caínes de la historia estén dispuestos a caminar detrás de las cruces en procesiones pomposas, caminando detrás de una cruz que en realidad no tiene ningún sentido para él. Porque están de espaldas a lo que también realmente significó aquella cruz de Jesús, que murió también en defensa de los débiles del mundo, de los desclasados y marginados. Difícilmente se va a entender la cruz de Jesús de espaldas a las cruces de la realidad. La cruz, así, como símbolo de muerte en aquel momento, se transforma también en una denuncia contra todo aquello que elimina la vida de tantas personas reduciéndoles a la antivida de la pobreza, la opresión y la marginación.
Así, pues,
que la cruz de Jesús, se convierta en símbolo de vida y de lucha de los cristianos por la vida: La vida en el más allá y la vida en nuestro aquí y nuestro ahora. Que nos haga ser agentes de liberación de las personas, tanto en el terreno espiritual como en el de la práctica de la projimidad que libera de las aflicciones de este tiempo presente nuestro. Que Dios nos dé fuerzas, para que las estructuras de pecado crucificantes puedan caer hechas pedazos por nuestra solidaridad y sororidad.
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